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La razón para subir

Tras años en calma el volcán Cotopaxi en Ecuador entró en erupción y nos obligó a variar los planes de ascensión. La alternativa fue el Cayambe, la tercera montaña más alta del país y un lugar único en el mundo. La razón de su peculiaridad es estrictamente geográfica: la cumbre del Cayambe se sitúa apenas a una centena de metros al norte de la línea ecuatorial, y es el único punto de la superficie terrestre donde latitud y temperatura alcanzan los cero grados. En realidad esto no deja de ser un juego de palabras, porque aquella madrugada acercándonos a su cima el frío era mucho más intenso.

Subestimé esa montaña, me equivoqué con la ropa, y durante un buen rato ascendiendo en la oscuridad estuve cerca de la hipotermia. En esas circunstancias es imposible no preguntarse qué coño haces sufriendo de esa manera en tus días de vacaciones, asfixiado por la falta de oxígeno en altura, pasando frío en un paraje remoto del mundo, lejos de tu casa y de tus seres más queridos. Entonces, como cada día, se hizo la luz.

Cayambe en lengua quechua significa “el curandero del mañana”, y es cierto que aquel amanecer fue capaz de sanar todos los males de la ascensión. El espectáculo de las primeras luces irrumpiendo sobre las nubes al fondo del valle fue inolvidable. Un paisaje lunar, una luz sobrenatural, unas imágenes imposibles de imaginar sin pasar por los filtros del IPhone. En escasos segundos uno encuentra la razón para poner los pies en un lugar tan inhóspito: asistir a esa celebración de la naturaleza, al baile de las nubes con los gases de los volcanes cercanos en erupción. Es difícil no emocionarse al sentirse un testigo privilegiado de tanta belleza.

Ecuador es un paraíso para el montañero. Ofrece una veintena de picos por encima de los cuatro mil metros, y otros diez que superan los cinco mil. Pero solo hay uno, el Chimborazo, que se levante a 6268 metros sobre el nivel del mar. Por el achatamiento del planeta, midiéndolo desde el centro de la Tierra el Chimborazo es 2100 metros más alto que el Everest. No existe otro punto en la superficie terrestre donde se puede estar más cerca del sol. Este dato supone una llamada irresistible para los amantes de la alta montaña.

A medianoche la luna llena y un cielo estrellado prometían una ascensión relativamente pacífica, pero la ilusión duró muy poco. Las nubes entraron de madrugada, y un aire gélido que bajaba desde la cumbre pronto nos convirtió en muñecos de nieve andantes. El viento blanco, lo llaman allí. La subida al Chimborazo es una progresión larga y constante, sin descanso, por paredes que rondan los 40 grados de inclinación. Una paliza de horas en la oscuridad para el cuerpo y la mente, con una visibilidad nula esa noche y sin esperanzas de que despejara. Aquella madrugada era difícil encontrar un motivo suficiente para soportar aquel vendaval sobre la cara.

Fuimos seis en la expedición. Jon era el miembro más joven del grupo. Es navarro, sobrepasa por poco los cuarenta, pero es un montañero muy fuerte y experimentado en los Pirineos. Alcanzó la cima Ventimilla del Chimborazo unos minutos más tarde que la cordada que formábamos Paco y yo. Le acompañaba Cata, la única chica del grupo que nos regaló a todos una lección de fuerza y pundonor en aquellas condiciones tan duras para hacer cumbre.

La Ventimilla es la cima más popular del Chimborazo, pero no la máxima. Hay que ascender durante veinte o treinta minutos más para alcanzar la cima Whymper, la cota más alta de este volcán gigantesco. Cata y Paco estaban reventados por el frío y la larga ascensión, y prefirieron bajar desde la Ventimilla. Jon y yo, junto al guía Diego, decidimos seguir hasta la Whymper a pesar de encontrarnos envueltos en una coctelera de nieve en polvo que no permitía ver nada más allá de unos metros. Si el Chimborazo nos iba a negar las vistas mágicas del Cayambe… ¿para qué seguir?

Jon es un tipo reservado, algo tímido, pero con esa nobleza de carácter que se atisba pronto en tanta gente del norte. No sabía mucho de él, pero me pareció desde el primer momento una persona honesta y confiable. Al llegar a la cima Whymper nos abrazamos con Diego, nos sacamos un par de fotos e hicimos el amago de comenzar el descenso para no congelarnos en mitad de aquella ventisca brutal. Entonces Jon nos pidió por favor si podíamos permanecer un minuto más en la cumbre.

Se quitó la mochila, se arrodilló sobre la nieve y sacó dos bolsitas de plástico. Entonces se quebró, de repente, sin previo aviso. En un saquito había unas cenizas de su padre, y en el otro de su madre. Quería dejarlas allí. Aquel hombre fuerte como un roble lloraba como un niño a 6300 metros de altitud en mitad de un vendaval.

Jon perdió a su padre con 19 años, y a su madre con 21. Diego y yo nos abrazamos a su espalda, impactados por su llanto, y no pude evitar pensar en lo distinta que hubiera sido mi vida si hubiera perdido a mis padres hace treinta años, si no hubiese dispuesto de su apoyo, sus consejos y un hombro para llorar como lo hacía Jon en la soledad de lo más alto del Chimborazo. En ese momento comprendí la razón para subir hasta allí.

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