A lo largo de la historia de la humanidad han sido algunas las revoluciones que han marcado hitos históricos. En 1789 tuvo lugar la revolución francesa; en 1835, la revolución industrial; en 1917, la revolución rusa, y ahora, en 2020, estamos siendo protagonistas, sin ser conscientes de ello, de la revolución educativa. Y ésta también va a marcar un antes y un después en la historia de la educación mundial.
Está claro que la vuelta a las aulas de este septiembre está siendo inusual por todo lo que a organización diferente estamos viendo. Acogidas de alumnos escalonadas, régimen de semipresencialidad de los alumnos, profesores que no se han llegado a incorporar a sus puestos de trabajo por estar contagiados o estar en riesgo, y un largo etcétera de hechos novedosos a los que todos nos tendremos que acostumbrar en esta 'nueva normalidad'.
Y todo ello con el único fin de lanzar un mensaje a la sociedad de tranquilidad y confianza de que los centros educativos son entornos seguros porque los niños no se mezclan, no hay más de veinte estudiantes por aula, los niños en edad escolar no volverán a estar en casa porque en España la educación primaria y secundaria es obligatoria, y de que los profesores, a pesar de ser empleados públicos, no son vagos. Unos ingredientes magníficos para un cocktail de poco gusto.
Pero, todo esto, ¿a costa de qué? A costa de dar un giro más a la tuerca de los profesores y equipos directivos volviéndoles locos con cambios inesperados de normativa y de organización. Cada loco con su tema, cada comunidad autónoma a su libre albedrío… o, lo que es lo mismo, sálvese quien pueda. Y el que tiene que mandar, no manda y se escuda en que las competencias educativas son autonómicas para quitarse el marrón de encima. Un marrón que sabían desde Alcalá 34 que iba a llegar. Por tanto, ya que son las Consejerías de Educación las que tienen la patata caliente, me pregunto yo, para qué queremos un Ministerio de Educación o, más bien, para qué queremos a una Ministra de Educación así.
A pocos días del inicio de las clases, muchos centros hacen encaje de bolillos para volver a reorganizar todo el centro para cumplir con más exigencias normativas pero con los mismos recursos. Todos a apechugar y a sacar el carro adelante; no por quedar bien con la administración en un afán de salvarles la papeleta, sino con el afán de salvar a los niños, que son los más perjudicados en todo esto.
Pero los docentes llegará un momento en que tendremos que decir basta, que ya no podemos seguir girando, porque si no la tuerca se pasará de vueltas y ya no habrá quién frene el desaguisado. Al final se demuestra, una vez más, la profesionalidad de miles de empleados públicos que se adaptan para no perjudicar a la generación del futuro en una sociedad cada vez más resquebrajada. En esta columna ya lo he dicho en muchas ocasiones: es la hora de poner encima de la mesa una Ley de Educación que aporte valor añadido a nuestra sociedad. Hasta ahora, nadie me ha hecho caso; pero yo, lo seguiré intentando.