Ha muerto Bolinaga, el asesino de varios guardias civiles, el secuestrador de Ortega Lara, el hombre que nunca se arrepintió de sus crímenes, del daño causado, del daño inútil. José Antonio Ortega Lara, el hombre al que tuvo secuestrado 532 días en un zulo de dos metros de largo por uno de ancho, al que "castigaba" apagándole la única bombilla que le daba luz, sólo ha dicho: "se acabó. Descanse en paz. Punto y final". Podía haber dicho muchas más cosas del hombre que destrozó su vida y la de su familia, pero no lo ha hecho. La grandeza de Ortega Lara choca frontalmente con la miseria del hombre que quería que muriera en el zulo aunque todos sabían que no era culpable de nada. La generosidad de Ortega Lara, como la de todas las víctimas de ETA, incluso la del Estado, liberando al asesino para que muriera en su casa, es lo que nos diferencia de los terroristas y sus cómplices.
Me decía Ortega Lara hace diez años, en la primera entrevista que concedió para un medio de comunicación, que todavía le dolía físicamente ese secuestro inmoral y que, pese a todo, "las víctimas han querido la paz... pero una paz construida sobre la base de la Justicia y la Democracia". Ortega Lara no murió en el zulo siniestro de ETA porque la Guardia Civil le encontró, no porque sus secuestradores le devolvieran la libertad robada a punta de pistola. Bolinaga ha muerto en su casa por la generosidad de ese Estado que sus defensores quieren destruir. No hay que olvidarlo nunca. Lo dicho: in dubio, pro víctimas. Siempre.