Los valores del partido

Pachi López habla de «los valores del PSOE». Al parecer, todo el muestrario de babosos de bragueta juguetona que aflora es incompatible con «los valores del PSOE». Lo de Paco Salazar, el presidente de la diputación de Lugo, el concejal y diputado de Torremolinos está feo, pero no perdamos de vista los «valores del PSOE». El goteo de gasterópodos rijosos no nos puede despistar de lo esencial: el feminismo, la igualdad, y la protección de las víctimas son «los valores del PSOE».

Es el momento adecuado, entonces, para dejar clara una característica esencial de «los valores del PSOE»: no existen. No existen en el partido, pero tampoco en los votantes.

Por supuesto la exhibición de valores en política es muy importante, pero no hay que tomarla demasiado en serio. No debemos perder de vista que «los valores» no son más que vistosos estandartes que mueve el viento, y que no están anclados en consideraciones éticas sólidas. El votante, desde joven, es atraído por la política porque es un campo excelente para la señalización moral, que a su vez (y esta es una historia fascinante) es una parte de la selección sexual. Por eso se escoge al partido que nos permita proyectar una buena imagen de nosotros mismos, y esto depende de las modas del momento. En nuestra época la más potente (un verdadero tsunami) ha sido el woke, y algunos partidos tomaron buena nota. Enseguida se dieron cuenta de que era mucho más cómodo subirse a la ola y exhibir grandes preocupaciones morales (frecuentemente, ante problemas inexistentes) que resolver problemas realmente existentes, que no tenían ni idea de cómo afrontar. 

Una vez que se produce la adscripción del votante al partido, la inercia es tremenda. Lo normal es que lo siga a través de todas sus evoluciones e incoherencias, y es muy posible que, sin dejar de invocar los «valores» acabe acompañándolo a cualquier ciénaga moral. Esto se produce por una lamentable diferencia de intereses: el votante necesita al partido para señalizar su virtud, pero el político lo necesita sencillamente para vivir bien. Por eso maniobrará en todo momento en función de sus conveniencias, y confiará en que en que el votante lo siga y haga los ajustes de disonancia necesarios: los políticos llaman a esto «mover la ventana de Overton». Un ejemplo particularmente feo ha sido este: en el PSOE, los filoterroristas han pasado de ser apestados a más demócratas que el PP.

La característica de nuestro tiempo, realmente cargante, es que la moralización de la política ha sido total. Los dogmas morales del woke, desde el feminismo de género hasta el catastrofismo climático, anegaron la agenda política de los partidos que se subieron a la ola, y también la de los que no se atrevieron a enfrentarse a ella. Pero una política más moral en sus gestos no quiere decir que sea más moral en su contenido. En realidad es exactamente lo contrario: la exhibición moral en la política permite deambular por ella a auténticos monstruos, dedicados a convertir a sus adversarios en herejes para ocultar el hecho de su profunda inmoralidad. ¿O creen ustedes que esas personas que regañan desde sus podios morales (piensen, por ejemplo, en Irene Montero) son personas con altos estándares morales? De ninguna manera.

En fin que la política se ha convertido en un campo de batalla moral, por el que deambulan, con muchos grititos y aspavientos, seres realmente amorales. Pero claro, estos procesos no son tan nítidos como le gustarían a los partidos moralizantes. Al final los adeptos, que le cogen afición a la caza de brujas, llegan a convencerse de su bondad, y pueden llegar a incinerar al inquisidor de turno. La erosión del estado de derecho, o la confraternización con dictaduras ha dado igual a estos seres morales. Pero ha bastado con que Salazar pusiera «un poquito de su polla» (son sus palabras, me temo) para que Van Helsing se dé cuenta de que ahora los de las antorchas lo miran torvamente a él. Es como esa escena de La vida de Brian en la que unas mujeres disfrazadas acaban lapidando al Sumo Sacerdote. Tal vez sea éste el grotesco fin del sanchismo. 

En todo caso, si sobrevivimos a él, habremos accedido a valiosas lecciones, y una es ésta: el ciudadano debe desconfiar del político que se sube a un podio moral. Debe entender inmediatamente que el podio no es más que una prótesis con la que pretende disimular su amoralidad. Debemos devolver la moral a la política, pero la de verdad; no la de las banderitas ni la de los «valores del partido». No toleremos ni un instante a los que mienten ni a los que roban. Expulsemos a los que, con total naturalidad, carecen de vocación de servicio público y acuden a la política para vivir bien. Y no seamos sectarios, amigos. Dejemos el hooliganismo para el fútbol.

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