Matar a un perro

¿Cuándo dinero tendrían que pagarle para que estrangulara con sus propias manos a un gatito? Un estudio reveló que, de media, eran unos 200.000 dólares de hoy. No parece que sea una cosa fácil, y de hecho esos mismos entrevistados estaban dispuestos a que un dentista les quitara un diente delantero por la mitad de esa cantidad. Dicho de otro modo, sentían el doble de aversión a matar a un gato que a ser desprovistos de un incisivo. No todo el mundo es así claro, y si su hijo se entretiene crucificando gatos sospechen que pueden estar ante un psicópata. Matar a un perro es el título de un relato de Samanta Schweblin al que llegué (como a casi todas las buenas novelas, últimamente) por indicación de Alberto Olmos. Un joven aspira a ser sicario, y la prueba que tiene que superar para ser admitido es matar a palos a un perro. La lectura se te atraganta, te revuelve las tripas, y te despierta una gran agresividad, como la noticia de lo que ocurrió el pasado 23 de marzo en Alicante: una mujer lanzó a sus dos yorkshire terrier por la ventana de un octavo piso. Nada hacía presagiar el trato que les tenía reservado su dueña, que hasta poco antes colgaba orgullosa videos y fotos con ellos en las redes. Pero los lanzó al vacío porque estaba «harta de sacarlos a pasear».

El caso es que la reacción ante esta crueldad también se ha dividido por afinidades ideológicas. Uno de las constataciones más dolorosas de estos años turbulentos es que las acciones, buenas o malas, suelen ser enjuiciadas en función de su encaje en una especie de pack moral previo, determinado en función de la alineación política de cada uno. Esto explica (por decirlo de alguna manera) que la masacre que los gazatíes cometieron sobre los israelíes el 7 de octubre de 2023 fuera invisible para los portadores de un pack moral en el que los perpetradores tenían reservado el papel exclusivo de víctimas. También explica la súbita desafección hacia los ucranianos por parte de gente que dice apreciar mucho el patriotismo excepto el más valeroso que hemos tenido ocasión de contemplar. Con los animales pasa algo parecido: el animalismo es de izquierdas y los toros de derechas, y esto exige para éstos últimos relativizar el maltrato animal y desde luego no hacer carantoñas en público a su perrito.

Pero ¿no es cierto que en la actualidad se exagera el trato a las mascotas? ¿No es un poco ridícula esa imagen de una señora hablando con un perrito que, para colmo, lleva un vestidito cursi? Pues es posible porque las muy cabronas de las mascotas nos han parasitado por la vía más eficaz, que es la del cariño. Como Disney descubrió hace mucho tiempo, venimos diseñados de fábrica para reaccionar favorablemente ante determinados rasgos físicos. «Viewing cute images increases behavioral carefulness» es un estudio de Jonathan Haidt y James Coan (que se podría traducir como «ver imágenes monas incrementa nuestra tendencia a proporcionar cuidados») que nos confirma precisamente eso. Se trata de que cuidemos a nuestras crías en vez de comérnoslas, y por eso la evolución ha seleccionado unas caras en los bebés ante las que las mujeres se enternecen, tuercen la cabeza y emiten un ¡ooooh! Ese es el mecanismo que ahora ha sido cortocircuitado por las mascotas y los fabricantes de muñecos, que han desarrollado modelos que provocan eficazmente la misma reacción. ¿Es ridículo? Pues puede ser, pero no lleven el argumento mucho más allá porque se darán cuenta de que la ternura hacia sus bebés se activa con la misma simpleza y falta de sofisticación, y tal vez les vuelva a asaltar la tentación de comérselos. Yo creo que el buen trato hacia los animales es indicador de civilización y de la salud moral de una sociedad, y ciertamente mis perros están bastante mimados (aunque probablemente se lo merezcan). También les digo que el próximo 13 de abril estaré en Inca viendo los toros de Miura. Allá cada cual con sus contradicciones, y al diablo con el pack moral.

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