La decisión de la Unión Europea de flexibilizar la prohibición de vender coches de combustión interna a partir de 2035 no es ninguna concesión a la industria contaminante, sino una respuesta lógica y prudente a una realidad compleja. Bruselas ha pasado de exigir una eliminación total de las ventas de vehículos de gasolina y diésel en 2035 a un objetivo de reducción del 90 % de emisiones para esa fecha, permitiendo un margen residual que abre la puerta a motores térmicos e híbridos más allá de esa fecha, siempre que la flota cumpla con límites de CO₂ y compensaciones tecnológicas.
Este viraje, impulsado por la presión de fabricantes, gobiernos de países industriales y las dificultades objetivas del despliegue de infraestructuras de recarga, demuestra una verdad incómoda: las voluntades políticas de aceleración ecológica chocan con la capacidad real de una industria estratégica y con la situación económica de millones de ciudadanos que no tienen acceso asequible a un coche eléctrico. No se puede legislar eficazmente ignorando cuántas familias y pymes dependen de tecnologías actuales o de transiciones tecnológicas aún inmaduras.
No se puede legislar eficazmente ignorando cuántas familias y pymes dependen de tecnologías actuales o de transiciones tecnológicas aún inmaduras
Criticar esta decisión como un freno al futuro eléctrico, como ha hecho el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, es simplista. Europa mantiene su compromiso con la neutralidad climática para 2050 y sigue incentivando la electrificación y combustibles sostenibles. La diferencia es que, en lugar de imponer un calendario rígido desconectado de la realidad del mercado y de las cadenas de suministro, adopta un enfoque más pragmático: buscar consensos, permitir tecnologías intermedias y evitar fracturas económicas y sociales.
Ignorar las señales del mercado y del entorno industrial hubiera sido un error político, económico y social. La flexibilidad no es renuncia, sino inteligencia estratégica: protege empleos, preserva tejido productivo europeo y evita transferir la fabricación a competidores con normativas menos exigentes.
Europa necesita una transición ecológica firme, pero también viable y justa. El realismo europeo en materia de automoción no contradice el objetivo medioambiental, sino que lo hace sostenible.





