Como fiel seguidor del Real Mallorca, estoy muy orgulloso de la temporada que ha hecho mi equipo este año, con independencia de si al final se consigue o no el sueño de volver a Europa.
Pese a mi edad —tengo ya 61 años—, sigo viendo hoy los partidos del conjunto bermellón como si fuera un niño, con los ojos de un niño, con la misma ilusión y la misma fe que tenía en los míos cuando les aplaudía desde el 'gol norte' del Lluís Sitjar.
En aquella época, aún no estaba de moda que los niños pidieran las camisetas de sus ídolos desde las gradas, algo que hoy es ya habitual en todos los campos. Por ello, si yo tuviera ahora cinco décadas menos o si no fuera tan tímido y tan cortado, cada vez que hubiera partido en Son Moix llevaría una colorida cartulina de cartón con la inscripción: «Muriqi, ¿me das tu camiseta?». Y estoy seguro de que algún fin de semana tendría suerte y me llevaría lleno de felicidad su camiseta a casa.
Vedat Muriqi no sólo es un muy buen jugador, un jugador que se entrega al máximo en cada partido, sino también una buena persona, lo que posiblemente sea aún mucho más importante. De hecho, debe de ser el primer 'pirata' de la historia querido por todo el mundo, o como mínimo por la multitudinaria afición mallorquinista, un sentimiento que sabemos que es mutuo y plenamente correspondido por él.
En cierto modo, el buen delantero kosovar forma parte de mi familia, al igual que la práctica totalidad de la plantilla bermellona y que el cuerpo técnico liderado hoy por Jagoba Arrasate, un entrenador que me encanta. En realidad, me gustaría pedirles la camiseta a todos, pero me temo que quizás eso sería ya querer acaparar un poco demasiado.
Más allá de mi mallorquinismo absoluto a nivel personal, a lo largo de mi trayectoria como periodista he tenido la fortuna de poder escribir muchas crónicas sobre los partidos de mi equipo; la mayoría de ellas, ay, en mis días libres, como me recriminaba siempre con razón y con un punto de enfado más o menos contenido mi primera novia.
Asimismo, he tenido la dicha de poder entrevistar a varios de nuestros entrenadores, si bien hasta ahora nunca he llegado a hablar con ningún jugador bermellón en activo. Lo más cerca que he estado físicamente de algunos de ellos ha sido cuando los he visto paseando tranquila y serenamente por Palma.
En estos últimos meses, vi por ejemplo a Martin Valjent en las Avenidas, a Dani Rodríguez en la Plaça d'Espanya, a Manu Morlanes en la calle Colom, a Abdón Prats en la calle Aragó, a Vedat Muriqi en la Plaça de la Reina y a Sergi Darder en la calle 31 de Desembre. Pero por mi congénita timidez, al final no me atreví a saludarles. Si lo hubiera hecho, sólo les habría dicho que les admiraba y que como aficionado estaba muy orgulloso de ellos.
En ese sentido, me cuesta a veces entender los durísimos juicios que vierten hoy determinados analistas deportivos isleños contra tal o cual jugador, contra la actual propiedad o contra nuestro competente míster; unos juicios que, en mi opinión, poco o nada tienen que ver con una crítica constructiva y sana, sino, más bien, con una cierta malsofridura congénita personal suya.
«Se quiere informar rápido en lugar de informar bien. La verdad no se beneficia con ello». Esta acertada reflexión, que parece escrita ayer mismo, fue expresada por el gran pensador francés Albert Camus en su texto El periodismo crítico, publicado en septiembre de 1944.
Años después, en un texto dedicado al fútbol y titulado La Belle Époque, Camus haría referencia a su propia experiencia personal como portero cuando escribió: «Pronto aprendí que el balón nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me sirvió mucho en la vida».
Las cosas no siempre salen como quisiéramos que salieran, ni en el fútbol, ni en el trabajo, ni en el amor, ni en la vida. El maestro Camus tenía ahí, una vez más, toda la razón.
Ello no evita, es cierto, nuestro «patimento» cuando el Mallorca pierde determinados partidos o cuando no tiene su mejor día. Estas últimas temporadas, sin ir más lejos, me han salido muchas más canas que nunca, no tanto por mi edad, que supongo que también, sino sobre todo por ese inevitable sufrimiento como aficionado que a menudo me acompaña. Pero ahí sigo todavía, enganchado a mi querido equipo igual que cuando era un niño.
Decía con fina ironía el maravilloso Guillermo Francella en la genial El secreto de sus ojos, que a lo largo de una vida uno puede cambiar de todo, de cara, de casa, de familia, de novia, de religión e incluso de Dios, «pero hay una cosa que no puede cambiar, no puede cambiar de pasión». La pasión concreta por el fútbol nace, precisamente, cuando uno es aún una criatura, una criatura soñadora con la mirada limpia e ilusionada.
Por aquel niño que fui hace ya algún tiempo y por el niño que sigo siendo ahora, mi pasión es y seguirá siendo siempre el Real Mallorca.





