Solo desde un punto de vista teórico, en lo que podría definirse como un “caso de laboratorio”, puede hablarse de un conflicto en el que ambas partes tengan un sustancial equilibrio de fuerzas.
Siempre, por definición, existe una parte fuerte y una parte débil que, por lo general, coinciden respectivamente con la parte agresora y la parte agredida. Y es que es cuestión de sentido común que el débil no tenga demasiado interés en atacar al fuerte, aunque puedan no faltarle ni las ganas ni, quizás, los motivos.
Por tanto, y dado que es razonablemente sencillo establecer en un conflicto quién es el fuerte y quién el débil, la neutralidad no es más que un miserable acto de cobardía.
La neutralidad es el eufemismo que utilizan los gobiernos para no intervenir en un conflicto que no es rentable a quienes les sustentan, a quienes mueven sus hilos. La neutralidad es la manera más culta de definir la desvergüenza de mirar hacia otro lado mientras Goliath se merienda a David.
Ejemplos hay muchos.
Pero destacaré dos, por recientes (uno más que otro) y por relevantes.
En plena Guerra Civil española, mientras los bombarderos nazis aliados de Franco (la Legión Cóndor) probaban en Gernika los efectos del bombardeo masivo sobre la población civil indefensa (bombardeo en alfombra), masacrando a decenas de personas en abril de 1937 y Mussolini enviaba decenas de miles de “voluntarios” italianos a combatir al lado de los sublevados, los neutrales y por tanto miserables gobiernos francés y británico se dedicaban, en el marco de la “política de apaciguamiento”, a regalarle Checoslovaquia a Hitler en los Pactos de Munich de 1938, jurándole genuflexos y amorosos al cabo austríaco que ellos seguirían cumpliendo con el Pacto de no Intervención en la Guerra Civil española, mientras él se dedicaba a practicar en España lo que dos años después les iba a hacer a los franceses y a los ingleses.
Hace menos tiempo, Europa contempló impasible como los serbios, dirigidos por carniceros de la peor especie, machacaban sin piedad a la población bosnia, con especial predilección por Sarajevo y sus colas de mercado plagadas dehombres, mujeres y niños sitiados, hambrientos y concentrados en un solo punto, lo que hacía más efectivo el bombardeo. Europa, tan cobarde y neutral como lo fueron Francia e Inglaterra en la Guerra Civil española, decidió no intervenir hasta prácticamente el final, cuando Sarajevo era el símbolo de la barbarie del último tercio del Siglo XX.
Hay muchos más ejemplos, pero sería un ejercicio frustrante de memoria histórica que podría ser desagradable para nuestros gobernantes tan neutrales, modositos y mezquinos.
Después de 115.000 muertos en la Guerra de Siria, todos se han puesto muy nerviosos por la existencia de armas químicas. “No, hombre, no, con armas químicas no. Matad con bala, bomba, garrote o machete, pero con gas mostaza no”, riñe la comunidad internacional indignada.
Tras cientos de miles de muertos en la zona de los Grandes Lagos en África, algunos se enfadaron mucho con Francia por su miserable papel en la zona. Pero ni se insistió mucho ni a Francia le importó un pimiento. Y los cientos de miles de muertos siguieron muertos, sin quejarse.
Decía Mendiluce que para los gobiernos occidentales vale más la tonelada de petróleo que la tonelada de niño muerto. Se le podría llamar demagogo o exagerado por la crudeza de la imagen. Pero la crudeza se queda corta.
En las hambrunas que ya no salen en la tele, en las guerras olvidadas, cada día mueren a centenares, a miles, niños de hambre, niños soldado. En la miseria asiática, las niñas son obligadas a prostituirse o son vendidas por electrodomésticos.
Esto está pasando hoy, que lees este artículo, o ayer cuando lo escribí. Pasa a diario desde hace décadas, y ningún prohombre de la Patria, de ninguna de las patrias instaladas en la opulencia, hace nada por evitarlo. Únicamente heroicos voluntarios de ONG de todo el mundo, confesionales o no confesionales, tratan de frenar esta hemorragia. Pero tienen tiritas cuando harían falta quirófanos.
Reconozco que yo también soy culpable. Estoy aquí, ante el ordenador, escribiendo un artículo para que mañana se publique y así que todo el mundo sepa lo que pienso. No corro más riesgo que la desaprobación de algunos, pero yo no escribo para redimirme, por lo que no me preocupa la crítica, sino que la agradezco. Mis problemas son los problemas del mundo occidental. La crisis, la prima de riesgo, la situación de los autónomos…
Pero Malala Yousafzai, a sus apenas catorce años, escribía en un blog cosas tan peligrosas en Pakistán como que las niñas debían tener derecho a estudiar. Lo escribía sabiendo que corría un riesgo tan real como el balazo en la cabeza que recibió de los valientes luchadores por la Fe que la consideraron un riesgo para el Islam.
Recibió el balazo y no se ha callado. Ni se callará jamás.
Sin embargo, y más allá de darle todos los premios existentes para silenciar nuestra cobardía avergonzada ante la heroicidad de una niña de ahora quince años, lo cierto es que cada día miles de mujeres son tratadas como cosas, como propiedad de su padres, maridos…, como personas de segunda, maltratadas y violadas.
Pero la causa de Malala, como tantas otras, siendo emotiva no es importante para el poder. Malala es una niña, y las niñas, o los hambrientos, o los niños soldado, o los trabajadores semiesclavos en los países árabes o en Brasil, no son económicamente relevantes. No tienen petróleo, ni gas natural, ni una posición geoestratégica relevante, ni una población con capacidad de consumo para expandir el mercado…
Y por eso nos haremos fotos, y haremos grandes discursos condenando lo mal que está el mundo, mientras nuestros gobernantes se reúnen y se vuelven a reunir para no decidir nada.
Y cuando hayamos hecho esos grandes discursos, hayamos redactado el artículo del martes y nos hayamos emocionado pensando en lo imprescindibles que son los que luchan siempre, cerraremos el ordenador, nos iremos a nuestra casa, sin miedo, abriremos la nevera, razonablemente surtida, pondremos la tele y nos olvidaremos de que es nuestra cobardía, nuestra neutralidad miserable y el negocio de unos pocos los que han obligado a una niña de quince años a jugarse la vida por nosotros, por todos.





