Puede ser que el grito, el eslogan, expresase un sentimiento real, mas, lo cierto y seguro es que ellos, los otros, los compañeros de aquellos que fueron calificados como asesinos por el Rey, esos, seguro que tienen menos miedo, muchísimo menos miedo. Ellos están dispuestos a morir, a inmolarse por su dios y su profeta. En cambio, los que, dicen, no tienen miedo, esos, por no tenerlo, no se atreven a mencionar el nombre de los asesinos ni de quienes están detrás de ellos, jerarcas de un ejército de fanatizados que rigen su vida por la Shari’a, mientras Occidente les subvenciona, les da sanidad, vivienda y educación sin pago. Resulta curioso que si acudes a una oficina de Hacienda no encuentres a ningún musulmán, hecho que no sucede si es en la sala de espera de un PAC. Y el sábado, mientras algunos miles de ciudadanos gritaban que no tenían miedo, el Rey iba rodeado por dos chicas con su vestimenta musulmana, al tiempo que, la comprensión, la conmiseración y el consuelo se volcaba sobre los familiares del conductor y demás compañeros “abatidos”. “Abatidos” mientras, con un cuchillo en la mano, intentaban huir de los mossos del Major Trapero. Resulta una imprudencia imaginar qué estaría exultando el mundo socialista, el podemita, el catalanista si un número de la Guardia civil hubiese “abatido” a cuatro musulmanes desarmados que pretendían huir de ser capturados. No cabe duda, el PP está maldito; cuando el 11 M, fue él quien colocó las mochilas en Atocha y, la semana pasada, también conducía la furgoneta que acabó con dieciséis vida, hasta el momento. Es la maldición del odio. El odio que surge de personas que no soportan ni tan siquiera el castellano como lengua, que rompen, queman pancartas de paz en castellano o retratos del Rey o la bandera nacional. Y mientras ello sucede, a algún bendito jefe de protocolo se le ocurre colocar al Rey, al Jefe del Estado, entre dos musulmanas con cara compungida. Igual, lo procedente, lo adecuado, hubiera sido que el Rey Mohamed, también, hubiese suspendido sus vacaciones y acudido el sábado a Barcelona, para hacerle compañía al hijo real de su primo, el Rey Emérito en peregrinación gastronómica gallega.
Todo lo acontecido el sábado fue un tremendo drama, al tiempo que una colosal comedia. Tragedia, por la sencilla razón de que, ni un solo grito, ni una sola pancarta en recuerdo, en reconocimiento de unas victimas que como fueron inocentes de su muerte, también lo fueron de la comedia que los políticos, a su costa, protagonizaron o consintieron. El sábado no fue la tarde de las víctimas de Cataluña, sino de toda España. Los restantes españoles tuvimos que soportar como éramos insultados por los independentistas de la ANC, por los separatistas del Jxsi, por los anti sistema de la CUP y por los grandes hipócritas de las huestes de Pablo Manuel Iglesias. Allí, en la plaza de Cataluña no se proclamaba que España no debe temer al Islam, al yihaidismo, sino sentir pánico ante el músculo del independentismo catalán. Esa fue la única y verdadera estrategia de Colau, Puigdemont, Junqueras, Omnium, ANC. La manipulación, el uso de los no nombrados muertos y heridos de La Rambla fue el mensajero de un futuro que se aproxima a pasos agigantados; mientras, el Jefe del Estado, el representante de todos los españoles, impertérrito, acepta que le coloquen entre dos hijas de Alá, lejos de la teatral Colau, del presidente republicano in pectore Puigdemont, del adonis Junqueras y demás personajes que no desean verse contagiados por el aroma del Jefe de todo el odiado Estado español.
Y entretanto las pantallas de televisión se inflamaban con la histriónica Sarda y el cant dels ocells, el Estado atendía, si más. Todos hablan de ilegalidad, de inconstitucionalidad, de diálogo, de concordia. Pero, mientras el Gobierno sigue la senda judicial, alejado de la política en el más noble de los sentidos, mientras el Jefe del Estado deambula como si de un paso de Semana Santa se tratase, ellos, los que, dicen, no tienen miedo avanzan lenta pero con seguridad hacia la ruptura. En contrapartida, Soraya ya ni acude a su despacho catalán, su Delegado está desaparecido y no precisamente en combate, Rajoy está en la creencia que la economía lo solucionará todo, y el Rey, aherrojado por la ley y por el gobierno, camina entre dos lectoras del Corán, soportando que le acusen de ser el causante de los atentados, nunca calificados como islamistas. Inaudito que el Gobierno entienda que el TC será su punta de lanza que paralizará el fin perseguido por unos políticos que han hecho de la independencia su huída hacia la ruptura o la crispación. Se dice que perdimos las colonias americanas, por el silencio de unos gobernantes que no entendieron que el coraje en política también es una virtud. Y, en los tiempos actuales, coraje, poco. Tembleque, mucho. Silencio, más. Aunque, eso sí, los que viven acunados por las leyes occidentales, prohibidas en sus países, esos, seguirán con el mentón levantado, sin miedo y leyendo su libro. En cambio, nosotros, los españoles, con nuestra falta de realismo, con nuestros eslóganes ridículos, con nuestro falso buenismo a costa de las víctimas, con nuestros derechos civiles, tendremos que acudir con varias horas de antelación al aeropuerto, sortear bolardos o jardineras, vigilar si se acumulan muchas bombonas de butano, pasar controles en puertos y aeropuertos, vivir rodeados de policías y esperando que de un momento a otro salte el Nivel 5. Todo ello es lo que, se supone, nos frena el miedo. Será así, pero lo que no nos quita es la vergüenza de no haber respondido como hicieron los franceses, los alemanes, los norteamericanos ante sus sufridos ataques yihadistas. Para demasiados españoles, el porco governo del PP siempre es el culpable de que los yihadistas maten con bombonas, mochilas o con furgonetas. Es una forma más de cerrar los ojos a la realidad, creyendo que aquello que no se ve, no existe.





