Esta semana se ha ido mi primo. 55 años y es el segundo este año.
No era un niño, no. Pero tampoco tocaba. Y esa es la frase que más resuena estos días entre los que le queríamos: no tocaba. Porque todavía tenía tantas cosas por hacer, tantas risas por dar, tantas comidas en familia por compartir.
Cuando alguien se va tan joven, cuesta mucho más aceptar. Porque en el fondo todos llevamos una especie de calendario mental que nos dice cuándo sí y cuándo aún no. Y cuando la vida se salta ese calendario, el golpe es más seco, más injusto.
Con él compartí infancia, anécdotas que solo los primos entienden, esa complicidad sin necesidad de explicaciones. Nos conocíamos sin filtros. Y aunque la vida adulta nos llevó por caminos distintos, el cariño siempre estuvo ahí. Un cariño tranquilo, de esos que no necesitan llamar la atención para ser profundos.
Su marcha me ha hecho pensar en todo lo que damos por sentado. En las personas que creemos que siempre estarán. En las llamadas que dejamos para mañana, en los “ya nos veremos” que a veces nunca llegan. La vida no avisa. Y cuando alguien se va antes de tiempo, lo único que queda es el amor que dimos y recibimos. Eso es lo único que no muere.
Hay una especie de silencio raro que se instala en la familia cuando pasa algo así. Un silencio lleno de recuerdos. De imágenes que vuelven sin avisar. Un gesto, una frase, una canción, una foto. Y también está esa sensación de incredulidad que cuesta quitarse de encima: “¿de verdad ya no está?”. Uno tarda en creérselo, y tal vez nunca lo termina de aceptar del todo.
Y, sin embargo, entre tanta tristeza, también hay espacio para algo hermoso: la memoria. La certeza de que una vida no se mide solo por los años que se vivieron, sino por el impacto que tuvo en los demás. Y él dejó huella. En su gente, en su entorno, en quienes le queríamos de verdad. Eso no lo borra la muerte.
A veces pensamos que el duelo es solo tristeza, pero también es amor en su forma más pura. Doler nos recuerda que quisimos, que compartimos algo valioso. Y eso es lo que me repito estos días: el dolor duele porque hubo amor. Y el amor, aunque ahora se haya quedado sin cuerpo, sigue vivo en nosotros.
Hoy no escribo esto solo por él. Lo escribo por todos los que hemos perdido a alguien demasiado pronto. Por los que sentimos que se rompió el orden natural. Por los que nos quedamos con un nudo en la garganta y el corazón lleno de recuerdos.
Duele, claro que duele. Pero también agradezco haberlo tenido en mi vida. Y eso, al final, es lo que queda. Que el amor no se va. Solo cambia de forma.