Pasen y vean: la autonomía literalmente en la ruina; una catarata de casos de corrupción sobre los que da la impresión de que se va a pasar página sin haber cambiado nada en el ordenamiento legal; el partido del nuevo Govern esperando al fallo del líder, para lanzarse sobre él, convencido de que el equipo es flojísimo; en la oposición los unos se sacan los ojos, como han hecho toda la vida, y los otros, como siempre, con entendederas sólo para la lengua y el ball de bot. Mientras, el paro cabalga; la economía, indisolublemente unida a la nacional, sigue estancada; nos peleamos por si los niños van a empezar a pensar en catalán o en castellano y las televisiones siguen gastando a manos llenas, sin remedio. ¿Algo positivo, alguna esperanza para el futuro? Muchas promesas, como siempre; certezas, las justas: un verano que turísticamente será mejor, una gestión pública que va a contener el gasto -lo cual, hubiera sucedido de todas formas, con la excusa insalvable de que ya no hay más dinero- y algunas áreas en las que el nuevo gobierno, mal que bien, se pondrá manos a la obra como, tal vez, la educación. Hasta al más ignorante le parecerá evidente que del conjunto de adversidades que hemos venido padeciendo en Baleares debería surgir una corrección, un reajuste, una mejora del marco legal, procedimental, de nuestra democracia. Es obvio que los partidos, más allá de su electoralismo innato deberían resolver algunas cuestiones vitales, para que no se repitan, para poder avanzar sin caer de nuevo en los mismos errores. Pero de eso, ni palabra. El torrente de noticias y de evidencias que cae sobre los ciudadanos es de tal calibre, que las cosas importantes pasan desapercibidas. O, aunque se perciban, se deben dejar de lado porque una catástrofe peor que la anterior llama a nuestras puertas. Los hechos dramáticos indican que el Govern está en la quiebra, que hoy por hoy nos están teniendo que garantizar las nóminas de los funcionarios públicos, como si eso fuera un logro, que no habrá inversión en décadas y que todas las políticas de ayudas y subvenciones han acabado abruptamente. Sólo la racionalidad del nuevo vicepresidente parece poner algo de orden pero no soluciones porque las de verdad pasan por años de sacrificios. Y nadie, sin embargo, nadie mira a quienes nos sumieron en este caos. Nadie pregunta a los socialistas cómo han dejado que las cosas llegaran aquí; nadie exige que el Parlament Balear tenga en el futuro información exacta del estado de las cuentas públicas para poder denunciar mejor estos desastres. Nadie se pregunta cómo se nos pudo asegurar, hasta el último día, que no había motivos para preocuparse. Aquí hay quien paga precio político por unas declaraciones desafortunadas, pero quien nos sume en la ruina es premiado con un escaño en el Senado. Tampoco está mejor el asunto de la corrupción. Por momentos da la impresión de que eso se acabó, de que ya está, lo que ha hecho la Justicia está hecho y nadie más va a remover esto. Parece que seguramente todo terminará aquí; pero será un error monumental. Esta crisis de cuatro años debería resolverse con la solución consensuada de al menos dos problemas de envergadura: por un lado, implantar la trasparencia que permita evitar que alguien vuelva a meter la mano en la caja. Conocer quién y qué ofrece en un concurso o en una subasta sería básico para evitar el engaño. Pero da la impresión de que todos tienen interés en olvidar lo sucedido y que ha desprestigiado la política a niveles muy profundos. En segundo lugar, sería urgente una mejora en los procedimientos legales que impida que se cometan irregularidades administrativas para poder operar y que por eso algunas personas honradas hayan terminado en los juzgados. Los fraccionamientos de facturas, por citar un tipo de infracción, que son de uso diario en todas las administraciones, son el resultado de querer hacer y no poder por las limitaciones de la Ley de Contratos. Se debería prever, por consenso, una vía legal, alternativa, que impida esta chapuza. Sin embargo, parece que el propio nuevo Partido Popular quiere pasar página y que le es mejor ignorar a quienes en su momento trabajaron para ellos que no ordenar y dar trasparencia a la Administración. Y después tenemos la situación de los partidos políticos, siempre cerrados, siempre volcados en sí mismos, ignorantes del mundo exterior. En el Partido Popular hay dos mundos: por un lado el de Bauzá y su equipo, en general poco bregados en la Administración, voluntariamente saturados de trabajo, y el de los excluidos, que suman centenares, que por primera vez son mayoría absoluta. Los segundos están alarmados por la política de Bauzá, que se ha centrado en buscar 'nuevos valores' y ha excluido a los veteranos. Parecería que haber trabajado para el PP es una razón para quedarse en la calle, igual que sucediera en los últimos cuatro años. Dicen, y no les falta razón, que si hay dudas sobre la capacidad de varios consellers, no ocurre lo mismo sobre los directores generales, de los que se atreven a afirmar que conforman un equipo de segunda. Los críticos reconocen que este es el momento de máximo impulso del PP, pero que esto no va a durar ni un mes, que pronto arreciarán los problemas y que entonces ya veremos dónde queda Bauzá. El PSOE, en cambio, está en el fondo del agujero. Es el peor momento para ellos, por supuesto. Cada día que pasa será mejor, pero aún tienen tres años para criticarse y para atacarse. En realidad, en el PSOE lo que está en juego es el control del aparato o, lo que es lo mismo, el Gobierno de Baleares. Quien controle el aparato, algún día será Presidente. Sin más. (¿Ven por qué nuestra democracia está limitadísima? Podemos afirmar que la batalla por la Presidencia del Govern es la que librarán Socías y Armengol, en el seno de un partido, con mecanismos oscuros, privados, ajenos al escrutinio público. En lo demás, los ciudadanos haremos de comparsa: el PP se desgastará y elegiremos PSOE, como es inevitable.) En esa guerra, todo vale. Como en todas las guerras de los partidos. Por lo tanto, aún queda mucha sangre por correr, muchas cabezas por rodar, muchas portadas de diarios en las que destrozar al rival. Así, pues, tras una sucesión de catástrofes, parece que la actitud general es la de arreglarse un poco y hacer como si aquí no hubiera pasado nada. Aquí no parece que haya interés en legislar para impedir otro boom inmobiliario demencial; nadie va a limitar las posibilidades especulativas derivadas de la recalificación del suelo, raíz de algunos de nuestros males; no se va a actuar en la legislación de la contratación y nadie parece estar dispuesto a ofrecer transparencia para conocer las cuentas públicas. Más bien, hoy por hoy los dos grandes están empeñados en sus batallas internas, como ha sucedido siempre. Hemos pasado 2011 y ahora todos tienen los ojos puestos en 2015.





