El teniente de alcalde de Medio Ambiente del ayuntamiento de Palma, Andrés Garau, ha expresado su “firme compromiso” de mantener a Emaya como empresa pública, dependiente de la corporación municipal. La afirmación significa que Palma, a diferencia de la casi totalidad de las ciudades europeas y españolas, seguirá teniendo empleados públicos al frente de la limpieza de sus calles y zonas públicas. La afirmación del teniente de alcalde merece una reflexión. En primer lugar, hemos de poner estas afirmaciones en el contexto político: estamos ante un nuevo gobierno que llega al ayuntamiento y que no quiere empezar generando hostilidades; todo el mundo sabe que la izquierda y los sindicatos están esperando cualquier iniciativa municipal privatizadora para colocarle el 'sanbenito' de enemigo del sector público, con el que solemos despachar a quien quiere hacer las cosas bien pero no tiene mano izquierda para administrar los tiempos. Admitida esta primera estrategia, habría que hacer un segundo apunte: si el ayuntamiento no acomete modificaciones importantes de su estructura ahora, cuando aún quedan cuatro años para acudir a las urnas, podemos descartar que lo haga en el futuro, ante riesgos electorales de más envergadura. Pero vamos al fondo. ¿Por qué el Estado tiene que existir y que actuar? En el resto del mundo occidental avanzado, la respuesta se circunscribe a tres cuestiones: la regulación de la vida colectiva y la gestión de aquello a lo que no llega la actividad privada o que, llegando, no puede regirse por un mecanismo de mercado, y el reequilibrio social. Así, por ejemplo, nadie duda de que el Estado tiene infinidad de funciones reguladoras, en la que es insustituible. En segundo lugar, reequilibra el reparto de riqueza que, en un mecanismo de puro mercado, tiende a primar a los más poderosos. Y, finalmente, debe asumir algunas funciones que en manos privadas se distorsionan, como es el caso de la sanidad. ¿Vamos a tener sólo sanidad privada, donde el objetivo económico conduce a disfunciones tan espectaculares como las que conocemos en la medicina de Estados Unidos? A partir de ahí, poco queda para el sector público. Ya no hay país en el que el sector industrial tenga presencia pública. O el terciario. O los servicios públicos como el transporte, la televisión -que sigue siendo de titularidad pública, gestionado por empresas privadas en régimen de concesión-, etcétera. ¿Qué tiene que ver todo esto con la limpieza de las calles? Nada, en absoluto. Por eso, en ninguna ciudad española importante la basura y la limpieza de las calles es de gestión pública. ¿Qué valor añadido justifica que sean empleados del Estado -porque los ayuntamientos son Estado- quienes pasen la escoba? En cambio, bien gestionado, el sector privado mantiene las calles como una patena, a un coste inferior, incluso después de repartir beneficios. Esto es algo tan extendido que hay muchas empresas que se dedican internacionalmente a esta actividad, desde Sita, del grupo Suez, a Serco o a FCC. Es una actividad en la que lo anormal es lo contrario. Excepto en Palma. Aquí, desde siempre tenemos a Emaya, una empresa pública que no pierde mucho dinero, pero que no limpia. En realidad, todos los gobiernos han usado esta empresa para solaz de amigos y conocidos, como recurso electoral o para controlar a los sindicatos, dejándoles que hagan de las suyas allí y no molesten por el resto del ayuntamiento. La conclusión es que no perdemos mucho dinero, pero que tampoco nadie limpia. Palma, en este sentido, es la ciudad más sucia de su entorno y, por supuesto, del mundo en relación con lo que nos cuesta. El despiporre de la gestión pública de la empresa es tal que ni algunos intentos de racionalizar aquello han funcionado. Ahora, el ayuntamiento parece condenarse a no resolver el problema de la limpieza, fácil de solucionar, sin costes adicionales y de gran rentabilidad electoral. Pocas cosas podrían ser más efectivas y baratas.





