Paz y alegría

Este martes me entró un correo del Colegio de Abogados: “El 9 de enero falleció en Valencia María Luisa Gallego Orriols, madre del colegiado Ricardo Nieto”. Además de colega es amigo. Estaba orgulloso de su madre y se le notaba feliz, aunque cansado, como quien ha superado con éxito una dura prueba.

En abril le diagnosticaron a María Luisa un cáncer de páncreas. Sólo se le podían aplicar cuidados paliativos, y decidió recibirlos en su casa. Ricardo nos lo contó y durante estos meses nos tuvo al tanto de cómo iba evolucionando. Su madre le dijo entonces:

– “En cuanto me dijeron el diagnóstico, me llené de paz y le pedí a Dios que el tiempo que me quedara me sirviera para purificarme y poder ir al cielo, y para contagiar mi fe y alegría a las personas que me rodean”.

Tuvo dos meses de prórroga respecto al pronóstico de los médicos, y consiguió su objetivo: estuvo rodeada todo ese tiempo del cariño de sus hijos y nietos, y de tantas amigas que iban a verla. Incluso tuvo fuerzas para bañarse en el mar con Ricardo en el mes de agosto, pues el mar era una de sus pasiones.

En diciembre ya no pudo salir de casa, me cuenta Ricardo, pero allí organizó las navidades con los nietos: bailes, tertulias, canciones; Nochebuena, Nochevieja y el chocolate con roscón el día de Reyes: para entonces llevaba cuatro días que no le permitían comer ni beber, solo gotero. No necesitó sedación. Se fue apagando poco a poco. Los últimos días sólo contestaba con gestos y, de vez en cuando regalaba la sonrisa que enamoró a su marido. No la perdió. Al final sólo abría sus ojos azules para responder.

¿Cuál fue su secreto para conservar esa alegría en el sufrimiento y a las puertas de la muerte? Dice Ricardo que su madre se sintió “bendecida” -así lo decía ella- por el dolor desde muy pequeña: perdió a su padre en 1936 en circunstancias dramáticas, a los 5 meses de nacer. Su madre quedó con una pensión muy pequeña y cuatro hijos. María Luisa y su hermana gemela nacieron con una enfermedad degenerativa de la vista, que les fue dejando ciegas progresivamente. Enfermera de formación, se casó con un médico y decidió dedicarse a su familia, pero enviudó a los 55 años. Tuvo que pasar de ama de casa a gerente: complementar la pequeña pensión de viudedad con el alquiler de la clínica de su marido y dos pisos que estaban abandonados, tras reformarlos con la ayuda una subvención del Colegio de Médicos. María Luisa, por tanto, conocía bien el sufrimiento.

Uno puede rebelarse y amargarse ante el dolor, o aceptarlo y confiar en que de él puede resultar algo positivo. A muchos amigos les he tratado de explicar que una de las claves del cristianismo es que le da sentido al sufrimiento. No siempre me han entendido, pero no me doy por vencido.

C.S. Lewis escribió que el dolor es el grito de Dios: el último recurso para llamar nuestra atención, que frecuentemente se distrae con las cosas del mundo. Pero esa no es su única función: a la vez, siguiendo el ejemplo de Jesucristo, el dolor aceptado pacientemente, confiando en que Él sabe más que nosotros, de algún modo compensa el mal que continuamente causamos: corredime. “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame”, dice Jesús. Pero también dice: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy sencillo y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras vidas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga, ligera.” Porque cuando confiamos en Dios, la cruz ya no pesa tanto. Y podemos compartir, mientras la llevamos, la paz y la alegría de María Luisa, que además nos ayuda ya desde el cielo.

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