Pobre el país que busca el beneplácito de sus vecinos

El telediario del domingo de Televisión Española, la única cadena que aún emite un producto que no se basa en el populismo más simple, se inició con la noticia de que Sarkozy dijo que España lo estaba haciendo bien en su economía, señalando tanto a Zapatero como a Rajoy como co-autores de este logro. Ayer, el ministro de Trabajo, Valeriano Gómez, dijo algo así como que se había logrado el objetivo (por el reconocimiento de Sarkozy), que había sido un año y medio muy duro pero que, dando por hecho que lo peor ya había pasado, aún quedaban cosas que hacer, como lograr que el crédito vuelva a nuestro sistema financiero. Podríamos discutir si esto es o no manipulación, si Sarkozy dijo o no la verdad, si ahora ya sólo nos queda este pequeño detalle de que el crédito vuelva a fluir, tras haber pasado este calvario de un 18 meses. No es de eso de lo que quería hablar y, por lo tanto, ahora mismo me da igual. Lo que quería comentar es hasta dónde hemos llegado si España, un país culto, avanzado, moderno, un país que provocaba temor a Francia (Zapatero dixit), tiene que acudir a las declaraciones del jefe de estado vecino para sentir que ha cumplido con sus deberes; la actitud colectiva de aceptar la superioridad de Sarkozy, el criterio suyo como indicador de nuestras capacidades, me da mucha más pena que el propio estado de la economía. Aceptar que hemos salido del agujero por unas declaraciones de Sarkozy significa que proclamamos nuestro papel de comparsa, nuestra incapacidad para entender qué sucede con el euro y con nuestra economía. Es reconocer que cuando él nos llama por teléfono y nos dice “cambiad la Constitución”, nos echamos a temblar; es admitir que le tenemos miedo, pavor, porque en nuestro fuero interno creemos que él sí sabe. Esta actitud parte de la idea profundamente arraigada en este país de que alguien, allí fuera, nos tiene que decir si lo hacemos bien o si lo hacemos mal; de que nosotros, como decía una publicidad de Los del Río para un referéndum que hubo en España sobre la Constitución Europea, seguimos a los que saben, como si aquí todos fuéramos idiotas. Esta noticia, con la que se abrió el telediario y que el ministro sigue raudamente, supone que nosotros no entendemos por qué los gobiernos europeos se han reunido todo el fin de semana, qué hacían allí, qué debatían. Y menos, claro, entendemos qué males nos afectan. ¿Imagina alguien que un ministro alemán, británico u holandés le diga a su pueblo que está contento porque Francia cree que han hecho bien sus deberes? Treinta años después de haber entrado en la Unión Europea, va siendo hora de que alguien en la dirección política de este país pudiera fijar los objetivos de nuestro futuro autónomamente, defendiendo nuestros intereses, con nuestra visión. Aquí, en contra de lo que se deduce de esta noticia de televisión, en contra de lo que nos sugiere el ministro de Trabajo, no está en juego si Sarkozy nos aprueba o no, aquí lo importante debería ser si nosotros sabemos qué queremos y si lo estamos haciendo como queremos. ¿Queremos realmente sanear nuestra economía y nuestro sistema financiero? Si es así, mejor es conocer nuestra realidad y decirle a Sarkozy que opine de cómo está Francia, que para eso está. A mí me gustaría que la situación de España me la diga alguien nuestro, que se entere y que no vaya cambiando de opinión tras cada llamada de teléfono en la que le hablan en un idioma raro.  

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