Promesas

Apenas han pasado unas horas del nuevo ejercicio y ya he incumplido la mitad de las promesas que me había impuesto para este año recién nacido.

Sólo es el día siguiente al anterior, pero la barrera psicológica del calendario me alentaba a creer en que sería capaz de alcanzar metas que me parecen insuperables sin el refuerzo anímico del estreno. Podrían contarse con los dedos de una mano la ocasiones que no he fiado al mes de enero la cuesta de superar un reto: regenerar la línea descuidada por las opíparas viandas que nos sientan mal al estómago y a la autoestima; desintoxicar el paté a las finas hierbas en que he convertido mi hígado maltrecho por las burbujas del cava; apaciguar el ronquido con el que amanezco, perfumado en humo de hierbas diversas; poner al corriente el trabajo atrasado por la indolencia en la que se sume el planeta en fiestas; tolerar la soporífera diletancia de mis eruditos colegas o no volver a caer en el recurrente olvido de familiares que sólo recuerdo al difundir el listado para estas fiestas. Todo un rosario de sinsabores que debían experimentar un cambio súbito el uno del uno, tras la lencería roja y las lentejas, pero me temo que seguirán formando, por más tiempo, parte de mi vida.

Tras la frustrante experiencia de este día, va a ser que me quedan unas cuantas jornadas para recuperar la virginidad de conciencia necesaria para volver a confiar en la catarsis de la agenda. De aquí a que vuelvan a dar las campanadas por la noche en Sol queda todo un ciclo no bisiesto, pero cargado de comicios e incertidumbre, no sólo electoral, que nos dará nuevas oportunidades para que otros hagan con nosotros lo que hoy estoy experimentando sin ayuda. Espero que en las campañas no llegue a creerme tan cretino como me hacen sentir los anuncios de perfumes y esta vez los oradores o los profetas se rindan ante los estadistas, que mantienen los pies en la tierra, porque Dios no nos puso alas a la espalda y me da pánico volar con un piloto de autoescuela. También había perjurado no reincidir en los males de la política y ya lo estoy incumpliendo, a la primera. Todo porque no es patrimonio de la castidad decirle Diego, aunque se llame Iglesias, o prometer hasta meter… el voto en la urna.

Como cuento con la tolerancia de los lectores y el terapéutico efecto de la neblina post nochevieja, al escribir este texto en el día de Santa María, me permitiré el lujo de felicitar a los que se llamen Manuel o Manuela, Jesús o Jesusa y Eufrosina o Eufrosino (a estos menos), porque el primero de enero es su onomástica y esta promesa sí la voy a cumplir sin perder ascendencia, porque seguro que si echa un vistazo al almanaque descubrirá que no conoce a nadie que hoy celebre alguna cosa.

Dado que la víspera de cuando me lea era  más fiesta para Manolo, y Ramón celebró su cumpleaños hace tres semanas, evocaremos al dúo dinámico, que nos hizo fantasear en la adolescencia, ya que los quince años que cumplirá este siglo no han conquistado todavía nuestro amor, ni creo que lo hagan en los meses que lo tenemos a prueba. Aun así, no pierdo la esperanza, al arrancar la primera hoja del calendario, de que los sentimientos sean diferentes pero no menos valiosos que los que engloba la palabra más polisémica, para hacernos sentir bien y decididos a seguir luchando por mejorar las cosas. Estoy preparado para empezar a escuchar cantos de sirena y adjetivos como honesto, decente, transparente, justo o democrático, así como todos sus sinónimos y variables perifrásticas, con la esperanza de que al final el sentido común se imponga y todo se resuelva, aunque no consigamos que el efecto sea tan milagroso como el que pensábamos lograr mientras engullíamos las uvas.

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