Un antiguo asesor de Obama, poco simpatizante del actual presidente americano, comentaba estos días: “Si Putin en el encuentro dice que quiere llevarse a toda Alaska de recuerdo, Trump se la entrega”.

Es una ocurrencia que traduce la fascinación que el ruso suscita en su colega estadounidense. Putin no ha pedido Alaska, aunque no le deben faltar ganas si recuerda que sus antepasados la vendieron por tres perras a Estados Unidos, pero ha dominado claramente el encuentro entre los dos grandes.

El americano se ha volcado con él: aplausos al bajarse del avión, un cariñoso apretón de manos, lo monta en su propio coche, le da prioridad en la breve intervención ante la prensa, y en el fondo de la entrevista Putin se lleva el gato al agua. Trump había reiterado públicamente el día antes, y así lo había acordado con sus aliados europeos, que el alto el fuego en Ucrania era principal objetivo de la entrevista, añadiendo que si no había avances habría “serias consecuencias”, nuevas sanciones inmediatas, etc. Ahora se ha tragado esta condición: no hay alusión a las sanciones y se muestra comprensivo hacia el ruso. El contraste entre el trato que dio a Zelenski en la Casa Blanca y el otorgado a Putin, que es el agresor y sobre el que pesa una orden de detención del Tribunal Penal Internacional por haber secuestrado a miles de niños ucranianos, es demoledor. Bronca al primero y zalemas al segundo. Putin lo aduló y manipuló con dos afirmaciones golosas para el americano: la guerra no habría ocurrido si Trump hubiera estado en la Casa Blanca hace tres años y él no tuvo nada que ver en la campaña electoral americana anterior atacando a Hillary Clinton. La primera afirmación es un sarcasmo: ¿si aprecia tanto a Trump por qué no para las hostilidades si este lleva ya siete meses en el poder? La segunda es una falacia: hubo insidias contra Hillary, odiada en el Kremlin, difundidas por Rusia y que le perjudicaron electoralmente en favor de Trump.

Si Kruschev en los sesenta sacó una pobre impresión del joven Kennedy en su encuentro en Europa y se envalentonó dando luz verde al muro de Berlín y al despliegue de misiles en Cuba, Putin ahora constata que su colega yanqui posee una debilidad: tiene prisa por lograr un acuerdo a cualquier precio para redondear su fama de negociador y optar al Nobel de la Paz, algo que le obsesiona; Putin no la tiene. Solo quiere ganar tiempo machacando a Ucrania: el sábado lanzó más de doscientos proyectiles sobre ese país, para que llegue debilitada a la mesa de negociación, y lo ha conseguido. El ruso no ha cedido en lo principal: reitera que hay que considerar las “causas profundas” del conflicto antes de resolver nada. Una expresión que esconde que Ucrania debe renunciar a convertirse en una democracia occidentalizada y a querer entrar en la OTAN y en la Unión Europea. Es decir, debe renunciar a tener una política exterior soberana y aceptar la supervisión de Moscú. Y, por supuesto, quiere quedarse con una quinta parte de Ucrania. Algo, en su globalidad, inaceptable para los europeos. Ayer, los ocho países nórdicos —Suecia, Finlandia, Dinamarca...— reiteraron que las “causas profundas” de esta guerra son, en realidad, “la agresión y las ambiciones imperialistas de Rusia” y abundaron en que la experiencia demuestra que no se puede confiar en Putin.

Trump, a pesar de su verborrea, debe percatarse de que ha salido trasquilado. No consiguió el cacareado cese del fuego, la reunión duró la mitad de lo que se pensaba, no hubo la cena prevista y el lenguaje corporal en las declaraciones a la prensa era elocuente: el ganador sonriente, relajado; él, cariacontecido. No hubo preguntas.

Europa reza para que Trump no obligue a Zelenski el lunes a tragar lo intragable con insinuaciones y presiones ominosas. El americano ha dejado caer —su único chut a puerta aceptable, aunque sería un gol si lo mantiene— que hay que dar a Ucrania garantías de seguridad. Pero no todos los observadores se fían, ni siquiera el votante americano, menos aún los ucranianos, que ven al americano voluble diariamente y encandilado con el ruso.

Si el líder del mundo occidental despierta y colige que Putin no va a ceder en lo básico, puede o irritarse, como hace dos semanas cuando declaró que Putin vendía humo, algo que Melania le recuerda todos los días (“te sonríe en el teléfono y esa noche bombardea y mata más que nunca”), o bien desentenderse del tema como ocurrió con Corea del Norte. Kim Jong-un, al que había amenazado con pulverizar, le tomó el pelo, y él, viendo que el asunto era peliagudo, lo archivó. Se lavará las manos y dirá a sus votantes que él lo ha intentado, pero…

Y ahí viene el dilema para los europeos, tanto para los de la coalición de voluntarios de ayuda significativa a Ucrania —Alemania, Gran Bretaña, Francia, Polonia, los nórdicos—, como para los que lo hacen más de boquilla, España, Portugal... ¿Qué ocurriría si el lavado de manos de Trump implica un corte sustancial del envolvimiento americano? ¿Podemos suplirlo nosotros a medio plazo y con citas electorales en el horizonte? Ojalá sí, pero es dudoso.

Inocencio Arias

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