Robert Redford

En cierto modo, creo que siempre estuve secretamente enamorado de Robert Redford, un amor esencialmente platónico y romántico, más que físico o sexual, pero amor al fin y al cabo.

Con Robert Redford me ocurría un poco como con Cary Grant, que nunca sabía si en el fondo lo que yo quería era irme con el cautivador protagonista de Encadenados, Con la muerte en los talones o Charada, o con la chica, aunque esta fuera la misteriosa Ingrid Bergman, la maravillosa Eva Marie Saint o la fascinante Audrey Hepburn. Al final, siempre me quedé con la duda.

La primera película que vi de Redford en el cine fue Los tres días del cóndor, la misma que volví a ver de nuevo ayer como recuerdo y homenaje íntimo a su figura. Entre un momento y otro han pasado ya cincuenta años, por lo que muchas cosas han cambiado en mi interior y en mi vida, pero no la admiración que ya sentí entonces por este grandísimo actor, que se mantuvo intacta a lo largo de ese medio siglo.

Los tres días del cóndor cuenta, además, con una de las más bellas y tristes historias de amor que se hayan filmado nunca —con la magnética Faye Dunaway como coprotagonista— y posee uno de los finales más inquietantes y abiertos de la historia del cine.

Aquella obra maestra fue dirigida por uno de mis cineastas favoritos, Sydney Pollack, que ya había tenido a Redford bajo sus órdenes en otras dos películas prodigiosas —Las aventuras de Jeremiah Johnson y Tal como éramos— y que volvería a contar con él en El jinete eléctrico, Memorias de África y Habana.

De todas las producciones que protagonizó este atractivo chico californiano de pelo rubio y ojos azules, reconozco que siento una debilidad muy especial por las que filmó en los años setenta, incluidas no sólo Las aventuras de Jeremiah Johnson, Tal como éramos o Los tres días del cóndor, sino también El candidato, Todos los hombres del presidente, Un puente lejano y Brubaker, igualmente magníficas.

Esa predilección cinéfila tal vez se deba a que, en mis mejores momentos, siempre me imaginé de manera sucesiva como una especie de émulo de Jeremiah Johnson, Hubbell Gardiner, Joseph Turner, Bill McKay, Bob Woodward —por razones que seguro que ustedes entienden—, Julian Cook o Henry Brubaker.

Todos esos personajes, tan diferentes, tenían sin embargo varias características en común, pues eran inteligentes, idealistas y honestos, y, a la vez, bondadosos, vulnerables y solitarios, como yo creo que era también en el fondo Robert Redford en la vida real y como persona. De ahí provenía, muy posiblemente, mi amor más o menos secreto por él.

En los artículos que se publicaron ayer en su memoria, hubo merecidas y elogiosas referencias a sus otras dos facetas profesionales más destacadas en el séptimo arte, como director y como creador del Festival de Cine de Sundance.

De su trabajo como realizador, sólo quisiera decir hoy que una de las películas de mi vida es, sin ninguna duda, Gente corriente, que además fue su ópera prima tras la cámara. Cuando la vi por vez primera, yo tenía apenas dieciséis años, que era casi la misma edad de su atormentado y afligido protagonista —encarnado por el gran Timothy Hutton—, con el que, por diversas razones, me identifiqué desde el principio casi por completo. Con ese filme hoy de culto, Redford ganaría además el Oscar al mejor director en la edición de 1980.

En cuanto al Festival de Sundance, sin ese certamen probablemente no hubiera llegado a existir nunca el pujante cine 'indie' norteamericano de las últimas cuatro décadas, con nombres hoy ya señeros como Quentin Tarantino, Steven Soderbergh, Richard Linklater, los hermanos Coen, Jim Jarmusch, Todd Haynes o mi adorado Hal Hartley.

Esa doble diversificación profesional influyó quizás en parte para que Redford decidiera prodigarse algo menos que antes como actor, sobre todo a partir de los años noventa. Aun así, su presencia continuó llenando siempre la gran pantalla, pese al paso de los años y a la aparición de las primeras canas y de las primeras arrugas en su rostro. Recuerdo, en ese sentido, que dos de sus últimos trabajos, Cuando todo está perdido y The Old Man & the Gun, me gustaron realmente mucho.

El hombre joven del que yo me había enamorado en los años setenta se había convertido ya en ambos filmes en un hombre mayor, próximo ya a la senectud. Pese a ello, para mí seguía conservando aún la mayor parte de su atractivo, un atractivo debido no sólo a su belleza física originaria, sino también a su belleza interior y a todas las cosas buenas que, de manera serena, nos transmitió como persona y como artista a lo largo de sus casi seis décadas de carrera.

Seguramente radicaba ahí, en esa templanza y en ese encanto natural que poseía, buena parte del secreto de la admiración que siempre despertó, una admiración que en mi caso estaba también teñida de cariño, de afecto y de amor.

 

 

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