Comienza un nuevo año y todos tenemos la no sé si sana costumbre de elaborar una interminable lista de sanos propósitos futuros a modo de carta a los Reyes Magos de Oriente. Es en estos momentos cuando uno se reencuentra consigo mismo, se mira a los ojos y se pregunta muchas cosas, la mayor parte de las cuales encuentran una relativamente sencilla contestación aunque no siempre de fácil ejecución. Son los cambios. Ni más ni menos. Cuando nuestro día a día, ese que viene caracterizado por la más que necesaria presencia de hábitos y rutinas que todos necesitamos, salta por los aires porque algunos de los pilares que sostienen esa realidad se ven alterados por las más diversas razones, nos estremecemos. Efectivamente, puede ser un cambio de trabajo, un problema de salud, un problema personal, o incluso un simple cambio de año. Cuando eso ocurre, algo nos invade y nos hace temblar, nos hace dudar porque nos enfrentamos a algo que desconocemos, que no deseamos o que, directamente, nos negamos a aceptar. Emerge un poderoso caballero, sigiloso y, si se hace fuerte, extraordinariamente poderoso: el miedo.
Resulta innegable que nos hallamos en presencia de uno de los sentimientos innatos y básicos en todo ser humano, que puede resultar beneficioso en determinadas circunstancias, como cuando nos hace conscientes de los peligros externos que nos amenazan y que nuestro organismo interpreta fisiológicamente poniéndose en guardia con una aumento de la presión arterial, de la velocidad en el metabolismo, de la glucosa en sangre, con la detención de las funciones no esenciales o el aumento de adrenalina y de la tensión muscular. En otras palabras, el miedo, es necesario.
Por eso, cuando algo sucede, cuando se avecina un cambio o nuestro presente o la esperanza de futuro se tambalea, no debemos sentirnos mal por el hecho de experimentar miedo. Después de todo, esa frase hecha que desde bien pequeñitos hemos escuchado miles de veces y que no nos cansamos de repetir a nuestros hijos de “no tengas miedo…” a lo mejor no es del todo exacta. Creo que, del mismo modo que sentimos alegría, tristeza o enfado, debemos sentir miedo.
Todo lo que sea sentir, es bueno. Lo que ocurre, es que debemos aprender a gestionar nuestros sentimientos. Ahí está unos de los nuevos grandes retos que nos corresponde afrontar como seres humanos: la gestión de los sentimientos. En una sociedad marcada por un materialismo que alcanzó su clímax a finales del siglo pasado y que poco a poco tratamos que deje paso a un nuevo humanismo en este siglo XXI, qué importante es no solo sentir sino saber gestionar lo que sentimos.
Y el miedo es uno de esos compañeros de viaje que siempre está ahí, junto a nosotros, que incluso ha sido empleado, a gran escala, como poderosa herramienta de sumisión al más fuerte. A todos nos vienen a la memoria grandes políticas autoritarias apoyadas en el terror para asentar sus mandatos, o la fundación de terrores en contra de determinados colectivos o etnias.
Pero no olvidemos que una cosa es tener miedo y otra bien distinta vivir instalados en él. Y ahí es donde la gestión del sentimiento resulta esencial. Ya nos podríamos plantear introducir una asignatura obligatoria en todo plan de estudios de primaria hablando de todo esto. Ese es el mejor momento. O al menos es el momento en que debe comenzar a hablarse de que el miedo es algo natural, una muestra más de que somos humanos y de que estamos muy vivos, que tememos perder lo que amamos y que nos resulta muy complicado asumir todo lo que necesariamente nos va a ir sucediendo en la vida.
Empieza un nuevo año y lo hace con más cambios de los que desearía. Tengo miedo, siento miedo…pero me niego a vivir con miedo. Vamos a gestionarlo, vamos a controlarlo, vamos a dominarlo. El miedo es como un caballo salvaje que, dejado de mano, puede ser muy peligroso. Ahora bien, si somos capaces de domarlo, de sentirlo de forma natural pero controlada, entonces seremos capaces de llevar una vida plena, sentir y ayudar a sentir a los demás…y así viviremos sin miedo.





