Snorry

Era un niño guapo, inteligente y buena persona. Fue el delegado de clase en todos los cursos de la EGB. Siempre salía elegido por mayoría aplastante porque le votábamos casi todos los compañeros. Lo bueno es que, si ese cargo lo decidieran los profesores, también le hubieran designado a él. Sacaba muy buenas notas, pero no presumía de ello. Compartía sus apuntes perfectos y se prestaba a ayudar a cualquiera que le pidiera algo. Además, era un buen deportista. Jugaba el basket en el equipo del colegio. En la posición de base, claro, repartiendo asistencias con generosidad. De aquella cantera han salido unos cuantos jugadores ACB. Alguno incluso llegó a la selección española. Así que pocas bromas en aquellos equipos para salir en el quinteto titular, porque allí se entrenaba en serio.

Su apellido comenzaba por la A, el mío por la B. Como nos sentaban en clase por orden alfabético, cada inicio de curso estábamos muy cerca. Supongo que por eso nos hicimos amigos a los seis años, y desde entonces ambos pertenecemos al selecto grupo de miembros fundadores de la cuadrilla, una institución sagrada en el País Vasco. Siempre pensé que las madres debían soñar con un chico así, hermoso, noble y sano, para emparejarlo con sus hijas. Compartimos aula doce años en los Corazonistas de Vitoria. De los cientos de alumnos con los que me crucé, quién iba a pensar que fuera a éste al que se le fuera completamente la cabeza.

El viernes pasado se celebró el Día Mundial de la Salud Mental, y mi amigo Snorry (es el mote que se ha puesto últimamente) lo quiso celebrar concediendo una entrevista en Radio Nacional de España. Allí contó lo que yo más o menos conocía, pero escuchar el relato de su propia voz me conmovió hasta la lágrima. Snorry lleva conviviendo treinta años con un trastorno bipolar, aunque el diagnóstico fue tardío. En ese tiempo ha sufrido varios intentos de suicidio e ingresos en un hospital psiquiátrico (algunos voluntarios, y otros no) en los que ha vestido camisa de fuerza.

Un día se subió a un autobús en Vitoria y se bajó en Málaga (ni él mismo sabe por qué eligió ese destino). Allí se pasó cuatro meses viviendo en la calle, comiendo de la basura, hasta que llamó al padre de otro amigo de la cuadrilla y lo fueron a buscar. Durante una temporada se creyó un agente secreto. Era un chaval de clase media acomodada que llegó a amenazar de muerte a su hermano con un cuchillo, y está seguro de haber amargado la vida a todas las personas que le querían. Estuvo cinco años sin mirarse a un espejo, sin salir de casa y afeitándose a oscuras, convencido de ser un sociópata, una mala persona incapaz de sentir nada el día que murió su padre.

Lo doloroso de todo esto es comprender que los demás tampoco supimos cómo ayudar. Yo desde Mallorca preguntaba por él en voz baja, como siendo discreto, por no molestar. Me remuerde la conciencia reconocer que si se hubiera roto los ligamentos cruzados jugando a basket le hubiera llamado más, incluso aunque no me cogiera el teléfono a la primera, ni a la segunda. Me vengo a referir a que visibilizar los problemas de salud mental no sólo ayuda a los enfermos, sino también a los demás, que no tenemos ni idea de cómo comportarnos.

De todos los vaticinios realizados por expertos durante el periodo más duro del COVID, hay uno que se ha cumplido de manera dramática. Nos dijeron que el aislamiento social pasaría factura en nuestras cabezas, y el incremento de los cuadros de depresión, ansiedad o estrés ha sido exponencial, sobre todo entre la población joven. Es la auténtica pandemia del siglo XXI.

Esta semana, el Govern de Marga Prohens ha presentado un Plan Estratégico de Salud Mental que incluye un refuerzo de la atención psicológica en la red de Atención Primaria. Se van a incorporar 16 nuevos psicólogos en los Centros de Salud de Baleares, que bien podrían ser 160, pero por algo hay que empezar. El anuncio ha pasado un tanto desapercibido entre tanta flotilla, reto demográfico y precio de la vivienda, pero puede resultar una medida de impacto inmediato en la vida de centenares de personas que sufren en silencio durante años estas enfermedades, y que no se pueden costear terapias privadas.

Snorry está pasando una larga racha buena, y el otro día contó en la radio que una mañana salió a la calle, vio a unos niños riendo, sintió el viento en la cara, vio el sol y los árboles del paseo de La Senda agitando sus hojas, y pensó: “soy una persona normal”. En Baleares luce el sol muchas más horas que en Vitoria. Ojalá ese plan del Govern ayude a que muchas personas lleguen a la misma conclusión, pero en menos tiempo y con menos sufrimiento que mi amigo.

Suscríbase aquí gratis a nuestro boletín diario. Síganos en X, Facebook, Instagram y TikTok.
Toda la actualidad de Mallorca en mallorcadiario.com.

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Más Noticias