¡Oigan! que el Mallorca ha subido a Segunda. Si a la categoría que le es más propia a lo largo de su historia, sobre todo si contamos a partir de 1960, pero tampoco olvidemos que la mayor parte de los últimos cuatro lustros fue equipo de primera división. No vayamos ahora a creer que se ha proclamado en Anduva campeón de Europa. No. Estuvo a punto en Birmingham, cuando el club y el mallorquinismo eran distintos.
Los americanos, Maheta Molango y su corte, encantados con la explosión de júbilo popular. Cuanto menos se les exija mejor, pero la categoría reconquistada es la mínima que se ha de exigir a propietarios y gestores, unos por el dinero que atesoran y otros por los sueldos que cobran. Así que no prolonguemos demasiado los festejos y que se pongan manos a la obra. Por sus obras les conoceremos.
Y no crean que no valoro el ascenso. A lo largo de estos insoportables diez meses de competición en los que un Mallorca-Baleares nos querían hacer creer que era la final del Mundialito, he llegado a echar de menos los infames horarios que la Liga de Fútbol Profesional impone, eso de no saber nunca si hay partido el viernes, el sábado, el domingo o el lunes, ni a qué hora, si a las doce de la mañana o las nueve de la noche. Tengo que preguntarle a Manzano o a Nando Pons si es verdad que en China la gente compra un Albacete-Lugo para verlo por televisión. Yo no me lo creo. Más bien pienso que son cosas de Tebas y Roures. Ellos sabrán.
¡Paciencia!. Solo queda una cruz. El título oficioso de campeón a doble confrontación con el Rayo Majadahonda, nuevo en plaza por un gol en propia puerta de su rival en el minuto 97. Estos si que tienen razones poderosas para dar saltos y montar convites. Bueno, lo tomaremos como un aperitivo de los que nos espera dentro de tres meses.
