Ser un boomer tiene sus ventajas y también sus inconvenientes. No cambio por nada del mundo la educación que recibimos y el entorno familiar estable y en permanente progreso en que nos criamos la mayor parte de los nacidos en los sesenta, por ejemplo. Hablo de Mallorca y del resto de España, naturalmente, no de otros lares.
Pero ser un boomer en 2022 implica también peinar más canas de las que desearíamos y comenzar, inevitablemente, a ser consciente de que este nuevo mundo globalizado que se abre paso no se hizo pensando en nosotros.
Me explico. La mayor parte de los mallorquines de la segunda mitad del siglo XX nacimos en la tierra de nuestros antepasados, que habían poblado la isla por generaciones; en mi caso, eso ocurría solo por parte de mi madre, cierto es, pero incluso aquellos que fuimos fruto del encuentro de los mallorquines con emigrantes peninsulares, podemos tener a nuestro abuelo, a nuestro padre y a todos sus hermanos descansando para siempre en la isla, que sintieron tan
suya como nuestra la sentimos hoy.
Aunque, sin duda, la arribada masiva de trabajadores de la Península a finales de los sesenta y primeros setenta cambió la idiosincrasia de la isla y socavó los cimientos de aquello que Josep Melià Pericàs denominó en su famoso ensayo "la nació dels mallorquins", en el fondo, se trató de un proceso natural entre territorios y ciudadanos de un mismo país, cuyas señas de identidad, por más que nos empeñemos en acentuar las diferencias, no son tan distintas. Sin duda aquel cambio sociológico nos enriqueció, cultural y económicamente, aunque, como sucede con todas las transformaciones, conllevó un tributo identitario que algunos dirigentes políticos de mira estrecha no han superado.
El siglo XXI es bien distinto. La globalización se fundamenta, sobre todo,además de en el fallido experimento de ingeniería social de los estados comunistas europeos, en el rotundo fracaso de la descolonización como elemento para conservar o, en su caso, llevar el bienestar a los ciudadanos de esos nuevos estados.
Si observamos un mapamundi, constataremos con pesar que ni las colonias españolas, ni las portuguesas, ni las británicas, ni las francesas o belgas están hoy mejor que cuando se produjo su independencia.
Naturalmente, hablo en términos relativos, no absolutos, pues obviamente no es posible comparar procesos que se dieron en las primeras décadas del siglo XIX con otros que tuvieron lugar hace solo cincuenta o sesenta años.
Y de este fracaso está surgiendo un mundo que perpetúa la injusticia. Cuando los padres de Rishi Sunak, hindúes del Este de África, llegaron a Gran Bretaña en 1960, imagino que culminaban un tránsito hacia la metrópoli -Kenia se independizó en 1963- que suponía un salto gigantesco en su escalafón social.
Previamente, sus abuelos paternos habían dejado lo que hoy es Pakistán y la India, ya independientes, para instalarse en una porción más próspera del entonces Imperio Británico.
Sunak, hijo de un médico y una farmacéutica, se crió en un ambiente de clase media acomodada y tuvo oportunidad de asistir a algunas de las más prestigiosas instituciones educativas del Reino Unido.
Más allá del futuro a medio plazo de su carrera política -pues su partido atraviesa una profunda crisis-, no cabe duda que Rishi Sunak es un brillante profesional que, al contrario de lo que sucede en España, ha llegado a la política debido a su éxito personal y no para vivir de ella por carecer de profesión conocida.
Ignoro por completo si este entusiasta brexiter -difícil de entender que alguien con una trayectoria familiar como la suya abrace el paleto nacionalismo inglés- atesora dotes políticas como para gobernar la quinta economía mundial, pero naturalmente le vamos a otorgar el beneficio de la duda y desearle suerte.
Pero su ascenso al poder es una muestra de la metamorfosis de una de las naciones cuyas señas de identidad -incluso asumiendo su arraigada diversidad social- eran más claras, al menos para los de mi generación. Sunak no gobierna la tierra de sus antepasados, sino la de sus colonizadores, como le ocurre al alcalde de Londres, Sadiq Khan, de padres pakistaníes.
Parafraseando al Felipe González de 1982, en las próximas décadas a Inglaterra no la va a conocer ni la madre que la parió.
Sin embargo, la India -nación puntera en algunas concretas materias- y sobre todo Pakistán, Kenia o Tanganica son ejemplos de la perpetuación de la injusticia social postcolonial. Lógicamente, han evolucionado y contarán con sus clases medias, sus universidades, sus centros económicos y de negocios, pero seis o siete décadas después de su independencia continúan siendo territorios en los que, pese a contar con enormes recursos, la pobreza campa a sus anchas, como ocurre en casi toda África, Oriente Medio, Sudeste asiático y gran parte de Centro y Sudamérica.
Sunak encarna una globalización que representa la huida de las propias raíces como única salida para progresar. No hay nada de romántico en ello, ningún avance social, a mi juicio, sino solo la constatación de que más de cinco siglos después de que comenzara el proceso expansivo de las potencias europeas,
los ciudadanos de aquellos territorios que fueron colonizados siguen teniendo como única opción para desarrollarse plenamente la de integrarse en la sociedad de su antigua metrópoli. Y eso es también un gigantesco fracaso global, que la humanidad en su conjunto no debería seguir ignorando.





