Convengamos que una galerna puede provocar por igual el naufragio de un superpetrolero y el de un barquito de papel. Pero, fuera de este supuesto extremo, no es lo mismo capear un temporal en un buque de 100.000 toneladas que intentar sortearlo en un bote de remos.
En política ocurre exactamente igual. Indudablemente, PP y PSOE, por el enorme tamaño de sus estructuras, su historial de gobierno y sus responsabilidades en todos los ámbitos territoriales, acumulan muchísimos más casos de corrupción y de mayor repercusión social que otras formaciones más modestas de toda España.
Sin embargo, la capacidad de un partido de ámbito autonómico de resistir el embate de un solo caso de corrupción –siempre que éste tenga una cierta entidad- es infinitamente menor y, además, a menudo supone su descabezamiento, sin disponer del recambio previsto.
Més per Mallorca se enfrenta, pues, no solo a la posibilidad de tener que hacer frente a gravísimas responsabilidades penales y económicas, sino que, además, se está jugando su propia pervivencia como proyecto político. Paradójicamente, su contumacia en denunciar las trampas de los rivales ha contribuido en Balears a generar una conciencia social generalizada contraria a la corrupción, lo cual provoca que determinadas prácticas que eran social y políticamente toleradas hasta hace solo una década, sean vistas hoy por la ciudadanía como inaceptables.
El PSIB sabe que la crisis de sus socios y sin embargo rivales constituye una oportunidad de oro para recuperar el protagonismo perdido en la margen izquierda del espectro político. Por eso, aunque desestabilice al gobierno, la crisis de Més quizás acabe reforzando el partido de Armengol y, en menor medida, la extrema izquierda podemita. Como siempre, el pez grande se come al chico.
