El nuevo sucesor de Pedro, León XIV, elegido por una mayoría incontestable, el obispo de Roma y que preside la Iglesia universal en la caridad, el Sumo Pontífice de la Iglesia católica, ya ha iniciado su ministerio como hacedor de puentes dentro y fuera de la propia Iglesia, que ha de serlo como la Iglesia de los pobres, la Iglesia de Teresa de Calcuta (Luís M. Anson), la Iglesia de Vicente Ferrer, la Iglesia de tantos y tantos misioneros, la Iglesia que Francisco quería y admiraba. Esta Iglesia sí merece credibilidad.
A mi modesto entender, el camino que emprenderá y seguirá León XIV es bastante fácil de describir. Es, ante todo, agustino. Y, como tal, estoy seguro que se adhiere sin reserva al dicho de San Agustín: “En lo esencial, unidad; en lo dudoso, libertad; en todo, caridad” . Todos, absolutamente todos, y, sobre todo, el mundo clerical, estamos llamados a interiorizar tan luminoso criterio de actuación cristiana. Es vital abrazarlo y así superar la vergonzosa y antievangélica polarización interna. Tres palabras mágicas y salvadoras: unidad, libertad, caridad. Siempre debió ser así, por cierto. Una vez más, vuelvo a recordar el testimonio de Tertuliano (s. II), tantas veces echado en saco roto en la comunidad cristiana: “Mirad, decían los enemigos de los cristianos, como se aman los unos a los otros” (Apología, 39).
Dicho de otro modo, cuando las posiciones en cualquier sociedad organizada se extreman se corre el riesgo de cometer un error grave: “… pretender que todo es esencial porque entonces nada lo es” (J.M. Olaizola, s.j.). Y, no todo es esencial, ni mucho menos. Tampoco en la Iglesia. Necesitamos un alto en el camino. Probablemente, León XIV lo recomiende e impulse en busca del indispensable equilibrio y armonización. “Llevamos mucho tiempo de intensidad mediática. Redes, opiniones, presencia, palabras … creo que es necesaria una época de más silencio. Que sea escucha. Y procesar un poco. Y dar tiempo al sosiego” (Ibidem). Sin duda alguna. Se hace demasiado ruido estéril, por unos y por otros. Demasiadas palabras. No se escucha al otro. Hay que dar, efectivamente, una oportunidad al silencio, al sosiego, a la calma, a la reflexión. Dar tiempo al tiempo, como dice el refranero español.
“Ustedes me han llamado a cargar esa cruz y a ser bendecido con esa misión (…) mientras continuamos, como Iglesia, como comunidad de amigos de Jesús, como creyentes, anunciando la Buena Nueva y proclamando el Evangelio” (León XIV). Ahora, el nuevo Papa, en base a Mt 16, 13-16, reitera, precisamente, unas preguntas esenciales: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” “ Y vosotros, ¿quién decís que soy?”.
Para evitar todo mal entendido en cuestión tan esencial, León XIV, como buen agustino, subraya con claridad: “No es una cuestión banal, al contrario, concierne a un aspecto importante de nuestro ministerio: la realidad en la que vivimos, con sus límites y sus potencialidades, sus cuestionamientos y sus convicciones”. Tampoco es banal, sino muy importante, esencial, las respuestas. La del mundo es archisabida. La nuestra, como tantas veces repitió Francisco, ha de ser ésta: “estamos llamados a dar testimonio de la fe gozosa en Jesús Salvador. Por esto, también para nosotros, es esencial repetir: ‘Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo’ (Mt 16,16)” (León XIV).
Si profesas esta fe, como dices, Jesús, el Hijo de Dios vivo, ha de situarse en el centro de la vida de la comunidad de los creyentes, amigos y discípulos de Jesús. ¿Cómo dar testimonio de esta fe en Jesús si, por las razones que sean en cada caso, la vida personal no es coherente con el evangelio “testimonio principal de la vida y doctrina de la Palabra hecha carne, nuestro Salvador” (Const. Dei Verbum, n. 18)? León XIV, como misionero que fue en tierras peruanas, sabe hasta qué punto es esencial el testimonio de vida para evangelizar. No hay otro método eficaz.
Y, en este orden de cosas, las respuestas cristianas futuras “tienen que estar apegadas a la realidad” (León XIV) de la vida que se desarrolla en el mundo así como a un lenguaje comunicativo moderno. Todo el mundo, también la civilización occidental, particularmente Europa y, en ella, países como España, es, de una u otra forma, tierra de misión.
Estoy seguro que el nuevo Papa es consciente de que el mundo comprende y exige, de modo prioritario, que se le hable en términos de la justicia. Como buen agustino, recordará a San Agustín, en la Ciudad de Dios, cuando dijo: “Sin la justicia, ¿qué son los reinos, sino una partida de salteadores?”. Dado el deterioro de la clase política actual, ahora es más real que nunca.