Este fin de semana me dí una vuelta por una zona turística de Mallorca. ¿Qué quieren que les diga? Uno tiene cariño por los lugares que conoce desde que nació, donde pasó muy buenos momentos y que son parte de uno. Pero si hiciera el esfuerzo de pensar qué opinión tendría un turista, al ver esas calles llenas de comercios cutrísimos, cuyos luminosos están a punto de caerse, con carteles hechos a mano, con estanterías llenas de licores de garrafón, con una muestra de los peores productos comerciales y bajo unos desagües que exhiben toda una gama de tonos de óxido, me entraría una depresión. Ustedes verán: podríamos hacer un acto en algunas zonas turísticas para celebrar los primeros cincuenta años de la última vez que alguien se gastó un duro allí; que alguien renovó algo. Nunca un diseñador se ha dejado ver por nuestras costas, como si el buen gusto y el turismo fueran enemigos.





