Ante la más probable aprobación este próximo martes en el Parlament de la ley de educación de las islas Baleares por parte de la izquierda y de los mediocres partidos de centro y reformistas, eso dicen ellos, hay que reinvindicar una vez más la libertad, y en este caso, la de los padres y las familias.
Muchas polémicas educativas se evitarían si en vez de buscar un modelo único que agrade a todos, hubiera diversos modelos entre los que las familias pudieran elegir.
El criterio de que el cliente debe poder elegir y que el proveedor está a su servicio naufraga en cuanto entramos en el ámbito de la escuela. Ahí impera todavía el lo toma o lo deja, impuesto en la enseñanza pública por supuestos expertos y por sindicatos.
En España, ha habido una casi total descentralización administrativa en temas escolares, pero no por eso los centros han ganado en autonomía. Solo ha cambiado la autoridad que les impone sus criterios, ahora más cercana. El respeto a los deseos del cliente –las familias– cuenta menos que los intereses de los políticos que pretenden utilizar la escuela como instrumento para las metas sociales que ellos consideran prioritarias.
La disyuntiva está presente desde hace años en los debates sobre el derecho de los padres a elegir la lengua escolar de sus hijos –dentro de las cooficiales en España– y las medidas para la promoción del catalán, el vasco o el gallego.
Lo que algunos niegan con pasión es que la escuela deba tener en cuenta los deseos de los padres. Algún sindicato mayoritario dice que “ni los padres ni las madres son quienes deben diseñar el currículum de sus hijos”. Pero nadie ha dicho que los padres deban decidir el curriculum, ni cómo se enseña la lengua ni cuántas horas. Lo que se quiere dejar a su decisión es algo tan simple cómo en qué lengua –castellano o catalán– quieren que se enseñe a sus hijos, elección que no requiere un doctorado en lingüística. Igual que en las elecciones se supone que todo el mundo está preparado para elegir el partido que quiere que gobierne, aunque el votante no sea capaz de debatir cómo aplicar las medidas fiscales más oportunas.
Los que niegan que los padres estén preparados para elegir la lengua escolar de sus hijos, deberían explicar por qué consideran, en cambio, que los representantes de los padres en el Consejo Escolar sí están en condiciones de participar en decisiones mucho más complejas, como la elección del director del centro, el diseño curricular o la aprobación del presupuesto.
Todo lleva a pensar que los enemigos de que los padres decidan se atrincheran ahora en una excusa tecnocrática para imponer lo que han perdido en las urnas.
En estas y en otras cuestiones educativas es inevitable que un modelo único no pueda satisfacer a todos. Por eso en Baleares, lo más respetuoso con la libertad y lo menos conflictivo sería que las familias pudieran elegir entre distintas ofertas educativas, para lo cual las escuelas deberían disponer de verdadera autonomía. Muchas de las polémicas educativas de los últimos tiempos –respecto a la lengua vehicular, la enseñanza diferenciada por sexos, los horarios, el curriculum...– provienen de la dificultad de encontrar un modelo que guste a todos, cuando lo que habría que respetar es la existencia de distintos modelos, que responderían a la demanda social o desaparecerían.
Pero esto es intolerable para los políticos que quieren utilizar la escuela como instrumento para sus propios fines de ingeniería social, ya sea la defensa de un idioma, la socialización de los niños conforme a unas ideas determinadas o la experimentación de una determinada pedagogía. Todo eso puede hacerse, pero con aquellas familias que quieran sumarse a ese proyecto educativo. Lo que no es de recibo es ningunear a los padres, diciéndoles tráiganos a su hijo y nosotros nos encargaremos de educar como nos parezca.





