Lo advierto, la mayoría de los lectores de menos de 35 años quizás no entiendan de qué les hablo. Ellos creerán que para bien y yo, por el contrario, creo que para mal.
Ayer por la tarde me encontré sobre la mesa de mi despacho un pequeño obsequio de un buen amigo, consistente en una elegante agenda de las fuerzas armadas, en edición destinada a los escolares. Se trata de uno de esos productos de merchandising que utiliza el ministerio de defensa para llegar a los jóvenes y atraer su atención. Venía con una dedicatoria en su primera página, en tono cariñoso, a “un defensor de la patria cuyo valor se le supone”. Hasta ahí podíamos llegar, “se le supone”.
Hoy, las fuerzas armadas recurren a mecanismos de marketing para seducir a la juventud y captar futuros militares a sueldo. No pienso contarles batallitas de la mili, pero no hace tanto tiempo el ejército se ahorraba ese marketing y te enviaba un lacónico telegrama señalándote el día y la hora en que debías incorporarte a filas, por propia voluntad o por gentileza de la guardia civil, claro.
El servicio militar era para nosotros un auténtico fastidio, y más para aquellos que estudiábamos, pues suponía un incómodo paréntesis entre la despreocupada vida del estudiante universitario y las tribulaciones del aspirante a un puesto de trabajo.
Pero, lo crean o no, la mili sólo tenía el defecto de ser excesivamente larga y de, por ello, contribuir a la terrible sensación de acabar malgastando el tiempo. En todo lo demás, principalmente en el sometimiento a la disciplina y en la convivencia de igual a igual con coetáneos de todos los rincones de España y de absolutamente todas las capas sociales, el servicio militar era una experiencia única. Para muchos mozos era el momento de ser arrancados de los brazos de mamá y de espabilar, aunque fuera a fuerza de arrestos y algún que otro coscorrón, algo ahora inimaginable.
La mili generaba camaraderías que, para muchos de nosotros, perduran en el tiempo. Naturalmente, también se vivían situaciones de injusticia, de arbitrariedad y de pequeños abusos, pero eran residuales y, por otra parte, te suponían un entrenamiento impagable para la vida adulta.
Hay que recordar que el servicio militar, es decir, el ejército de leva, fue una conquista de la revolución burguesa, que otorgó al pueblo la potestad y el deber de defender a su país, en oposición a los antiguos ejércitos de vividores y mercenarios al servicio y sueldo de su señor.
Una mili moderna debería conllevar, por supuesto, una reducción notable del tiempo de servicio en filas, una tecnificación de la instrucción –ni tanto orden cerrado, ni tanto desfile- y la incorporación plena de la mujer en igualdad con el varón. Países nada sospechosos de autoritarios o no democráticos han optado por este modelo, aunque aquí se identifique esta idea como una especie de vuelta al franquismo o de delirio carca.
Aznar se cargó esa posibilidad y eligió, por razones puramente electorales y oportunistas, un modelo de ejército totalmente profesional, que en gran medida ha acabado siendo un refugio para muchos jóvenes sin horizonte y para inmigrantes deseosos de obtener por la vía rápida la nacionalidad española, que conviven junto a verdaderos y valiosos especialistas a quienes profeso el más alto de los respetos.
Es un viejo paradigma, hoy en entredicho, que el mejor soldado es aquel que defiende su propia tierra.
A quien ha servido en un ejército de 300.000 hombres les aseguro que le da pena pasar por delante de un establecimiento militar y ver como, en sus accesos, en lugar de un soldado pertrechado, hay un vigilante de seguridad. Menudo sarcasmo.
Soy consciente de que es muy improbable que se recupere el servicio militar, pero son docenas las veces en las que, viendo comportarse a algún pollo de la raza humana, pienso ¡qué bien le iría a éste la mili!
En cualquier caso, a muchas generaciones de ciudadanos de este país nadie nos puede suponer el valor, porque durante algunos meses o incluso años tuvimos la oportunidad de demostrarlo, aunque fuera por obligación y no precisamente pegando tiros, y aunque el estado no haya hecho absolutamente nada para reconocernos tal mérito tan políticamente incorrecto.





