Vejez, dulce vejez

He estado unos días enfermo. No es cosa que me ocurra a menudo, pero cuando sucede intento no quejarme; al contrario. Si, a medida que la vejez va reduciendo el campo de nuestra actividad - y, claro está, de nuestros placeres- no tuviéramos, como compensación, algún que otro achaque que nos entretuviese un poquito, la vida nos resultaría una carga prácticamente insoportable. Por ese motivo, no me acabo de explicar el afán que ponen tantas personas en llegar a una edad avanzada con todos sus órganos (externos e internos) en perfecto estado de conservación. Desde mi punto de vista, al proceder de este modo, estas personas se están preparando una vejez tristísima; es decir, echan a perder su juventud (con esmerados cuidados corporales y mucho deporte) y sacrifican su potencial ancianidad.

De joven, uno puede viajar por todo el planeta en busca de una amante feroz y consistente; o bien tiene la capacidad y la frialdad suficiente como para alistarse en la Legión; o se atreve a organizar una expedición científica al desierto de Gobi con el sano objetivo de encontrar huevos de dinosaurio; o bien apetece – tras una noche loca-  encabezar una lista de Ciudadanos en la cada vez más periódica contienda electoral… En la llamada tercera edad no nos son permitidas tamañas emociones y el destino nos tiene reservadas actividades mucho más sedentarias: las que buenamente nos quieran proporcionar nuestros queridos hígados, riñones, aortas o lumbagos varios.

Entiendo que tiene que ser verdaderamente desconsolador llegar más allá de los sesenta años sin tener, como mínimo, una vulgar y clásica gripe que le entretenga a uno en sus ratos de ocio. Las personas que se han cuidado mucho durante su juventud y consiguen llegar a viejos con todas sus resistencias orgánicas en un magnífico estado de funcionamiento suelen ser, por lo general, muy poco propensas a la gripe, y de ahí el trabajo y el esfuerzo que cuesta proporcionarles otras enfermedades.

Las enfermedades, que en plena juventud interfieren todos nuestros planes juveniles y se convierten en auténticos coñazos (con perdón), en el momento de aproximarnos a la vejez llenan, mejor que nada, el vacio de nuestras existencias y constituyen un buen plan en si mismo. El anciano, fatigado de mirar el mundo exterior, concentra toda su atención en su interior y se dedica a explorar su hígado, su riñón, etc. de la misma guisa con que podría explorar las zonas más interesantes y remotas del mundo.

Pero, amigos, para eso es necesario que el hígado, el riñón, etc. tengan personalidad y, realmente, es necesario advertir que estos órganos – si están completamente sanos- no tienen personalidad ninguna.

Cúidense ustedes, pero con reparos: dejen algo para su jubilación…

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