Los lunes son días difíciles. Uno tiene por delante una semana laboral plagada de reuniones, broncas con el jefe, necesidad de poner buena cara ante los clientes, paciencia… Parece que el fin de semana no va a llegar nunca! Los viernes, finalmente, llegan. El último día de trabajo! El deseado fin de semana y… ¿pa qué? ¿Para qué tanta ansia por vivir los dos últimos días de la semana si acaban siendo igual o más estresantes que los días laborables?
Los viernes por la noche se convierten en un Francia-España cuando llega el difícil momento de planificar las próximas 48 horas. La tensión se vive durante la cena hasta que llega la pregunta fatal que, normalmente, formula la parte femenina de la familia: ¿Tenemos que hablar de lo que hacemos este fin de semana? En realidad, no se trata de una pregunta; se trata de una profunda afirmación que sigue la sutileza femenina –sutileza que en la mayoría de los casos los hombres seguimos sin entender--. Tenemos que hablar de lo que hacemos este fin de semana significa: acuérdate que la semana pasada fuimos a comer a casa de tu madre y esta toca la mía; que tu hijo tiene futbol, que la niña tiene que ir a las 11 a casa de Maria y a las 13 la tienes que ir a recoger porque a las 16 tiene un cumple; que por la noche vienen los amigos a casa porque la última vez nos invitaron ellos; que hay que ir al súper a comprar la cena y hacer la compra de la semana; que es el momento de arreglar la estantería que se cayó (recuerda que tu pronunciaste la fatídica frase: te prometo que el sábado la arreglo, pensando que el sábado era un indeterminado (lenguaje masculino) y, en realidad, el sábado es el sábado (lenguaje femenino); que el domingo tenéis la barbacoa con los vecinos y que por la tarde vienen los abuelos a ver a los niños.
Y uno reza para que llegue el maldito lunes, o para que se produzca el milagro y los fines de semana sean eliminados del calendario (la Patronal encantada, claro).
Al fin mañana será lunes!
