ZBE: la verdad

Nos dicen que las ZBE tienen por objetivo reducir la contaminación, sin embargo, me inclino a pensar que su principal objetivo es reducir la saturación en beneficio de las neo-castas urbanas burocratizadas compuestas por asalariados públicos y privados de buen nivel. Dicho de otra forma, lo que se pretende es, desde el poder, sacar de la circulación los vehículos de las clases más populares.

La llamada transición energética se podía haber realizado aceptando el sistema de precios, sin necesidad de intervención gubernativa, tal como ocurrió en otras ocasiones. Así, sucedió cuando se pasó de la energía animal a la de carbón, o de ésta a la de combustión interna. ¿Por qué ahora el cambio tiene que estar controlado desde arriba? La electricidad es más eficiente y puede ser más barata que la energía procedente de combustibles fósiles, por lo que no es difícil imaginar que con libertad de elección probablemente hubiésemos avanzado mucho más.

Pero resulta que ahora, en Europa, contamos con unos aparatos político-burocráticos de enorme potencia y poder que necesitan auto-justificarse, y legitimarse ante el público. Eso los lleva a querer influir en la marcha social. Por otro lado, dada esa acumulación de poder, las empresas privadas pueden obtener mayores ganancias actuando sobre funcionarios- burócratas (presionando o agasajando) que desarrollando nuevos productos. Lo cual también explica la parálisis innovativa. Ciertamente, hoy en día, es mucho más rentable contratar a abogados lobistas que a ingenieros desarrolladores.

Este ambiente es el que ha llevado a prohibir, con ni más ni menos que quince años de antelación, los automóviles de combustión. Una auténtica locura y un sinsentido cuyas consecuencias ya estamos padeciendo. Así, por supuesto, se ha creado un enorme incentivo para que los concesionarios, y fabricantes, intenten vender rápidamente los coches de gasolina que no podrán ofrecer en el futuro, pues tienen que amortizar las inversiones realizadas en las plantas de producción, y el desarrollo de estos modelos. Cualquiera que se acerque a un concesionario podrá comprobar como todavía es más fácil comprar un coche de gasolina que uno con enchufe.

Es cierto que se han implementado unas kafkianas, e inciertas, subvenciones para los coches de batería que contribuyen a elevar sus precios, impedir el normal funcionamiento del mercado de ocasión y, dada su inseguridad y dilación, a dificultar la decisión de compra. Se han diseñado así, consciente o inconscientemente, porque lo que se pretende poder proclamar únicamente formalmente que existe una ayuda, pero, al mismo tiempo, que ésta no sea suficientemente efectiva, pues, como decíamos primero hay que “sacar” el stock de gasolina y diésel.

Al mismo tiempo, se han inventado unas etiquetas de colores, a colocar en los parabrisas, con la finalidad de restringir los derechos de circulación de los menos pudientes de forma progresiva. A modo de aprisco ganadero, se comienza prohibiendo la entrada en las llamadas ZBE (Zonas de Bajas Emisiones) inicialmente limitadas. Pero, ¡Quién lo duda!, que se ampliarán notablemente en el futuro. Así, de forma sigilosa, muchos conductores irán perdiendo progresivamente sus derechos de circulación. De esta forma, las élites burocráticas podrán circular holgadamente sin padecer los atascos provocados por las miríadas de autos baratos y populares.

De hecho, las etiquetas son un despropósito en sí mismas, pues monstruos de casi tres toneladas, con potentes motores de gran caballaje de combustión, asociados a otros suplementarios de batería, gozan de mejor clasificación que, por ejemplo, el modestísimo Fiat Cinquecento de apenas poco más de media tonelada, por el simple hecho de tener más edad.

Por supuesto, la normativa impide la reconversión de los propulsores. Esto es, no se permite que un coche de combustión se pueda transformar en uno eléctrico. Lo cual refuerza la idea que no se busca eliminar contaminación, sino únicamente eliminar congestión. Es curioso cómo las mismas élites que ponían el grito en el cielo por la llamada “obsolescencia programada”, ahora impulsan la mayor “obsolescencia obligatoria” nunca antes imaginada.  ¿Qué va a pasar con todos los vehículos a los que se les prohibirá circular? ¿Se generará una ingente, e inmanejable masa de residuos? ¿Se acumularán? ¿Se llevarán a otros lugares u otros países? ¡De todo esto no se habla!

En los últimos días, cuando ya es evidente el fracaso de estas políticas y el daño experimentado por la industria, se nos anuncia que las élites político-burocráticas tendrán a bien volver a permitir la fabricación de autos pequeños y asequibles. ¡La soberanía del consumidor sustituida por el “Comité Central”! Eso sí, les quieren otorgar una categoría especial, a modo de los “kei cars” japoneses, que, a buen seguro, no significa libertad plena de circulación.

El capitalismo, basado en la toma de decisiones en función de los precios libremente acordados entre las partes, ha sido el elemento más democratizador experimentado por la larga historia de la humanidad. Con él las masas gozaron de un bienestar sin parangón, pudiendo disfrutar de todos sus prodigios (auto, televisión, refrigeración, aviación, vacunas, telecomunicaciones, etc.). Aunque, lo cierto y verdad, es que eso siempre molestó a las élites mejor posicionadas. Ahora aquellos que se sientan en los puestos de mando de los descomunales aparatos burocrático-políticos, desarrollados precisamente al calor de la prosperidad de libre empresa, han encontrado la fórmula para someter a la masa social: tienen en la externalidad medioambiental la excusa perfecta. 

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