Toda la oposición en Cort, secundando a las organizaciones empresariales más importantes de las Islas, ha pedido a Antoni Noguera la inmediata destitución del concejal Aligi Molina por sus disparatadas afirmaciones acusando de racistas a los comerciantes que solicitaban que se acabase con la impunidad del comercio ambulante ilegal.
Molina, como su correligionaria Jhardi, ha sido una piedra en el zapato de este gobierno municipal de conveniencia, sustentado por el único principio de conservar, a cualquier precio, la silla de sus dos semialcaldes, José Hila y Antoni Noguera, corresponsables con sus silencios de todas las majaderías que han ido surgiendo de la boca de esta pareja de iluminados de Podem Palma.
Molina es indigno del cargo que ocupa, y no por la ideología extremista y antisistema de la que hace gala -en una democracia occidental cabe casi todo-, sino porque ya accedió al poder con el dudoso honor de contar con antecedentes penales y haciendo ostentación de resistirse a cumplir con la pena que le había sido impuesta. Con semejante currículum no podría haberse presentado a unas oposiciones, pero la democracia es así, hasta un delincuente firmemente condenado puede integrar las listas de un partido político.
Molina y Jhardi se han opuesto a cualquier medida que supusiera la persecución del comercio ilegal que prolifera en toda nuestra ciudad para satisfacción de las mafias orientales que les proveen de la bazofia que venden, la mayor parte falsificaciones de productos de prestigiosas marcas.
Desde Podemos, además, se ha intentado minimizar el grave daño que produce esta actividad al pequeño comercio tradicional de Palma, desplegando cortinas de humo y aprovechando para atacar -como no- a las multinacionales más conocidas por el origen de sus productos, algunos de ellos supuestamente confeccionados en países sin garantías para los trabajadores o que emplean a niños como mano de obra.
Como señalaba con acierto un tuitero, poco les ha importado a los podemitas el origen de los miles de productos con los que trafican los vendedores ambulantes ilegales, como si provinieran del llamado ‘comercio justo’.
Tratar de amparar la ilegalidad más flagrante bajo el argumento del color de las personas que la cometen, como hace Molina, sí que es verdaderamente racista, pues supone afirmar implícitamente que la única actividad a la que regularmente pueden dedicarse los inmigrantes subsaharianos -regularizados o no, que esa es otra cuestión- es al comercio ilegal al servicio de las mafias. ¿Dónde está el ‘gobierno de la gente’ que tenía que rescatar a los pobres y menesterosos de toda condición de la marginalidad y la pequeña delincuencia?
Molina y Jhardi son, pues, además de unos políticos manifiestamente incompetentes, un fraude a sus propios votantes y, desde luego, una estafa para quienes pudieran ser destinatarios de medidas de reinserción social, como el acceso un trabajo lícito o a una vivienda social digna. Nada de ello ha sucedido, los regidores podemitas pretenden que aceptemos la miseria que ellos amparan y contribuyen a esparcir como algo natural. Por desgracia, esta situación es cada vez más habitual en los países donde gobiernan aquellos con los que comparten credo ideológico, como la desdichada y querida Venezuela, a la que sin duda acabarán arruinando del todo.
Hoy, Palma tiene no solo más vendedores ilegales que en toda su historia, sino también la cifra más escandalosa de indigentes, chabolistas y pedigüeños -la mayor parte de ellos, trabajando para mafias importadas de Europa del Este- que jamás se había visto en nuestra antaño coqueta y cosmopolita capital.
La pelota está ahora en el tejado del Alcalde de Ciutat, Antoni Noguera, que no debiera perder un instante más para destituir a Aligi Molina, pues de lo contrario, quizás conserve su silla hasta 2019, pero es muy poco probable que la revalide. Y cada minuto que pasa, sus opciones se van alejando. Por tanto, aunque sea por puro egoísmo, ejerza de alcalde de una vez.
