El multitudinario inicio de la carrera por encabezar la candidatura del PP balear al Congreso de los Diputados reabre la enconada disputa por ser el director de la formación conservadora y acapara la atención informativa. Fulano, Mengano y Zutana, adjetivados y cercanos a un nombre de pila, no solo enfrentan sus habilidades sociales, sino que aspiran a reconducir al partido sin que las bases escojan antes su programa. Este concurso entre personas, que no viene precedido de un debate ideológico, encarna la pluralidad del partido o la crisis interna, según se mire, pero eclipsa el contenido de su oferta electoral. En lugar de avanzar hacia la mayor participación, cada día adquieren más protagonismo los capitostes o sus testaferros, hurtando a la sociedad de una mayor implicación en la actividad política. Como en el símil balompédico, es importante saber quién elije la mitad en la que da comienza el encuentro, pero sin olvidar que el partido lo juega todo el equipo.
Dentro del mismo contexto, el PSOE acaba de presentar su borrador estratégico, en el que incluye la obligatoriedad de elegir en primarias a los candidatos a la presidencia de los gobiernos y a las alcaldías. Ese gran hito ha sido promovido por quien accedió a las Cortes como undécimo en la relación que abría Pérez Rubalcaba, fue proclamado por un Comité Federal Extraordinario, escoge sin consultar quién le acompaña en listas y pide el respaldo para un proyecto de país que siquiera ha sido avalado por la militancia socialista. La doble vara de Sánchez Castejón es un ejemplo más del maquillaje con el que se quiere encubrir las deficiencias de un sistema degradado por el egocentrismo de los jefes de filas, que acaban decidiendo el fondo y quién sale en la fotografía.
Elegir un caudillo puede ser aceptable para una disciplina castrense, donde pones tu destino en sus manos, sin que haya espacio para la disensión. En cambio, fiarlo a un integrante de una lista cerrada, en la que todos se deben a una disciplina de voto y bajo el denominador común de un programa electoral compartido, resulta una memez o un síntoma de nuestra escasa madurez democrática.
Casi cuarenta años después de que Suárez González abandonara su anonimato en las urnas, bajo el estigma de que su aspecto y talante habían eclipsado su talento, todavía seguimos idolatrando a las personas, aunque puedan pervertir lo que representan. Claro que la antipatía o torpeza de un portavoz debilita las expectativas de su partido, como es valiosa la contribución de un aspirante agradable y empático, pero deberíamos impedir que el influjo del poder y la pasividad ciudadana promuevan el despotismo ilustrado en el siglo XXI.
No es de recibo, pues, que sigamos encarnando en una sonrisa amable o en el rédito de la telegenia el valor de una intermediación, que va mucho más allá del cartel electoral. Es inaceptable en una sociedad avanzada el culto al líder, sobre todo cuando la influencia de los medios audiovisuales encumbra y destroza al personaje con más celeridad que el ejercicio de sus funciones. Alguien tiene que personalizar el éxito o fracaso de la gestión política, pero poner nuestro futuro en las exclusivas manos de un preclaro dirigente, a quien nadie se opone mientras ostenta la vara de mando y a quien se destroza sin piedad el día que la cede, me parece una temeridad.
Si creemos tanto en el papel del individuo y en su representatividad autónoma, modifiquemos la LOREG: autoricemos independientes de verdad, abramos las listas o, al menos, excluyamos a quien no merezca nuestra confianza. Entretanto, no acepto un caramelo para saciar el hambre de participación activa y, menos aún, envuelto de regalo para calmar la desazón que nos produce la poca consistencia que tiene el compromiso de regeneración política, cuando nuestros paisanos se visten de púrpura.





