A finales del pasado siglo, los más reputados videntes y augures vaticinaron en alguna ocasión que el fin del mundo llegaría al cabo de muy poco tiempo.
Así, algunos de ellos dijeron que ese apocalipsis sería en 2000, mientras que otros lo situaron en 2012 y otros en 2021. Sin embargo, teniendo en cuenta que nos encontramos ya en 2024, en concreto a día 24 de febrero, podemos concluir que en sentido estricto no acertaron en sus predicciones, o al menos no del todo.
Para ser justos con aquellos pitonisos y profetas tan poco dados al optimismo y al buen talante sideral, hay que reconocer que aunque de momento sigamos aún aquí, llevamos ya algo más de dos décadas en que, por una razón o por otra, parecemos ir directos hacia nuestra próxima extinción planetaria y como especie.
De hecho, yo mismo estoy ya en condiciones de poder avanzarles que —esta vez sí— el fin del mundo es inminente, aunque aún no pueda concretarles si será en cuestión de días, de semanas, de meses o de años.
Para empezar, esta misma semana ha sido pródiga en señales y signos realmente muy inquietantes, como por ejemplo la resurrección de Unió Mallorquina, la compra de un gallo diablo insomne por parte de un vecino de mi barriada o la llegada a los escaparates de la moda que en principio se llevará esta primavera.
Tal vez consideren que exagero quizás un poco con lo de la moda, pero baste decirles, sin ir más lejos, que vuelven los tacones bajos y cuadrados en el calzado femenino, como a principios de los años setenta, y que desaparecen casi por completo los stilettos. Esto sí que es el principio del fin. Y me temo que no sólo para mí.
Ya a medio plazo, otros signos y señales igualmente preocupantes que se avizoran en el horizonte son el inminente colapso de las corrientes del Atlántico, una nueva subida en el precio de los crespells y los robiols o la posibilidad de que Donald Trump pueda volver a ser presidente.
Y por si todo ello no fuera ya bastante, ahora resulta que el Sol además se muere. Sí, sí, tal como lo oyen. Se muere. Lo explicaron hace poco en un muy buen reportaje que vi en Informe Semanal. Según recalcaron varios expertos en la materia, al Sol ya sólo le quedan unos cuatro o cinco mil millones de años de vida —de hidrógeno, en su caso— y luego se apagará completamente.
Es posible que ustedes aleguen aquí, con razón, que todavía queda algo de tiempo antes de que se produzca ese fatal desenlace solar, pero también es verdad que el tiempo pasa siempre muy deprisa. Parece que fue ayer cuando se produjo el Big Bang, cuando Cristóbal Colón descubrió un nuevo continente o cuando yo jugaba en la playa con el balón azul de Nivea, pero de todo ello ha pasado ya muchísimo tiempo. Demasiado.
Para España en general y para Baleares en particular, ese inevitable apagón del astro rey supondrá además un problema añadido. Piensen que dentro de nada ya no podremos seguir presentando en las principales ferias turísticas internacionales nuestra tradicional oferta de «sol y playa», pues sólo podremos ofrecer únicamente «luna y playa».
Por ello, tal vez sería bueno empezar a reforzar ya poco a poco nuestra actual oferta turística nocturna, para que puedan venir también aquí a pasar sus vacaciones vampiros, zombies, licántropos, espectros y aparecidos, que se unirían así a los noctámbulos y a las vampiresas de toda la vida.
Estoy seguro de que muchos de ustedes estarán pensando ahora mismo en que muy posiblemente esté equivocado en mis análisis y en mis pesimistas predicciones cosmológicas, lo que significaría que el mundo seguirá rodando y girando todavía durante algún tiempo, tal como nos decía romántica y melancólicamente el gran Jimmy Fontana en su preciosa canción Il mondo.
«Gira, il mondo gira/ nello spazio senza fine./ Con gli amori appena nati./ Con gli amori già finiti./ Con la gioia e col dolore della/ gente come me», cantaba, y añadía: «Il mondo/ non si é fermato mai un momento./ La notte insegue sempre il giorno./ Ed il giorno verrà». Y desde entonces ha pasado ya más de medio siglo.
Ojalá sea siempre así, pero por favor recuerden lo que dijo en cierta ocasión el excelente actor y dramaturgo Peter Ustinov sobre los científicos —no sobre los poetas— de manera bastante plausible: «La última voz que se escuche antes de que explote el mundo será la de un experto diciendo: es técnicamente imposible».