El enviado especial de la ONU a la zona ha considerado el actual conflicto entre el gobierno y ejército birmanos y los rohinyás, minoría musulmana de origen bengalí que habita en el estado noroccidental de Raikán, como un proceso de limpieza étnica. Los enfrenamientos entre grupos armados rohinyás y el ejército birmano se han recrudecido en los últimos meses, lo que ha llevado a una durísima represión contra los rohinyás, incluyendo desplazamientos forzosos y la expulsión o huida de muchos de ellos hacia Bangladesh.
Esta actuación del ejército birmano, que parece contar con el beneplácito del gobierno, está suponiendo un gran desgaste para la imagen y el prestigio internacional de Aung San Suu Kyi, la líder birmana que soportó durante décadas el arresto domiciliario y las presiones de la junta militar golpista, que impidió su acceso al poder tras las elecciones de 1990, que su partido ganó por amplia mayoría.
Su resistencia pacífica ejemplar, negándose a marchar al exilio, a pesar de que eso significó vivir separada de su marido y sus hijos y bajo vigilancia y coacción permanentes durante más de 20 años, así como su ideología basada en los principios del bien y la justicia como líneas conductoras de la acción política y de gobierno, le ganaron y el respeto y el reconocimiento internacionales, recibiendo numerosos premios y honores, entre ellos el Nobel de la Paz en 1991 y el Simón Bolívar en 1992.
En las elecciones de 2016 su partido, la Liga Nacional por la Democracia, ganó con margen suficiente para poder formar gobierno y aunque ella está incapacitada legalmente para ser presidenta del país por la constitución promulgada por la junta militar, debido a que estuvo casada con un extranjero, es “de facto” la líder del gobierno del país, aunque el sistema democrático sigue bajo la “vigilancia” del ejército.
Myanmar, nombre actual de Birmania, tiene una larga historia de conflictos interétnicos, expresada en forma de guerras civiles permanentes desde su independencia. El enfrentamiento con la etnia Karen, que habita en el sudeste del país ha sido de los más largos y conocidos, así como también el que aun dura con la etnia kachin o jingpo, en el nordeste. Pero el conflicto con los rohinyás tiene características diferenciales, ya que el gobierno birmano ni siquiera los reconoce como ciudadanos suyos, sino que los considera inmigrantes ilegales procedentes de Bangladesh.
Es cierto que los rohinyás son un grupo étnico bengalí, musulmán, que se estableció en el noroeste de la Birmania británica, con el beneplácito y el estímulo de la administración inglesa desde finales del siglo XIX. Tras la independencia en 1948, grupos armados intentaron crear un estado islámico en Raikán, en aquel momento llamado Arakán, y unificarse con el entonces Pakistán Oriental, hoy Bangladesh, pero no recibieron la ayuda que esperaban de Jinnah, el líder y padre fundador de Pakistán, que no quiso entrometerse en lo que consideraba asuntos internos de Birmania.
Los gobiernos birmanos nunca reconocieron a los rohinyás la ciudadanía y desde el golpe de estado de 1962, las juntas militares practicaron una política de hostigamiento y abandono, mientras que por la parte rohinyá siempre ha habido grupos armados, algunos de autodefensa, otros claramente terroristas islamistas.
El conflicto actual está deteriorando la imagen y el prestigio de Aung San Suu Kyi. Ella siempre ha defendido una política de concordia basada en la integración de todas las etnias bajo los principios esenciales de bien y justicia para todos, pero en el caso de los rohinyás debería empezar por concederles la ciudadanía, cosa que a la que no parece dispuesta. Como máximo podría considerar concederles permisos de residencia permanente, lo que es a todas luces insuficiente.
Pero por parte rohinyà también deben aclarar si están dispuestos a aceptar integrarse en una sociedad multiétnica y multirreligiosa y renunciar a su propósito, repetidamente manifestado, de crear un estado musulmán, así como también deben desarmar y desmantelar los grupos armados y cesar toda actividad violenta.
Se han empezado a alzar voces de algunas organizaciones internacionales y premios nobeles de la paz a título individual, pidiendo que se le retire el Premio Nobel de la Paz a San Suu Kyi, lo que parece prematuro y desproporcionado. Se trata de un conflicto enquistado desde hace más de cien años y cuya solución, si la tiene, es sin duda difícil y compleja. Si alguien puede intentarlo no es otro que la líder birmana que, no hay que olvidar, tiene encima permanentemente el ojo vigilante del ejército. El inmenso prestigio acumulado con su actitud cívica, pacífica, basada en principios éticos y morales admirables y sometido a una durísima represión por parte de los militares, merece, cuando menos, un margen de confianza.





