El sábado pasado, 25 de marzo, se conmemoró el sexagésimo aniversario de la firma de los Tratados de Roma que supusieron la creación de la Comunidad Económica Europea y la Comunidad Europea de la Energía Atómica, el embrión de lo que finalmente se ha convertido en la Unión Europea.
El aniversario ha coincidido con uno de los peores momentos de la unión, sacudida por una crisis económica profundísima y demasiado larga, que está dejando exhaustos a muchos países, empobreciendo a las clases medias, comprometiendo el futuro laboral de los jóvenes y condenando a la pobreza y a la exclusión social a un porcentaje inaceptablemente alto y creciente de la población.
A la crisis económica ha seguido irremediablemente una crisis de valores y solidaridad, agravada por la oleada de migrantes y refugiados procedentes de los países en guerra de Asia y África, que ha provocado un alejamiento de los ideales europeos de espacio de refugio y acogida y que ha desencadenado procesos de desconfianza, recelo mutuo y xenofobia.
Y como colofón, la victoria del “brexit” en el referéndum del Reino Unido, cuyo motivo principal ha sido precisamente la aversión de gran parte de los británicos hacia la inmigración, y el auge de movimientos populistas y eurófobos en muchos de los países de la UE, que suponen una amenaza seria e inminente para la unidad europea.
Y, lo peor de todo, el distanciamiento de la gran mayoría de ciudadanos europeos de la idea, del concepto, de la Europa unida que encarna la UE. Muchos ciudadanos firmemente europeístas, que nunca votarían a los partidos populistas anti-UE, han dejado de sentirse emocionalmente ligados al proyecto europeo en su configuración actual.
La UE es percibida como un monstruo burocrático-administrativo en el que la Comisión Europea y los eurofuncionarios dirigen los destinos de los países sin ningún control democrático. Esto no es verdad, puesto que nada se hace en la UE sin el visto bueno del Consejo Europeo, formado por los jefes de estado o de gobierno de los países miembros. Son éstos, los jefes de estado y gobierno de los países los que deciden o dan el visto bueno a todas, absolutamente todas, las decisiones de la UE. Así que la percepción de que vivimos en un sistema de despotismo ilustrado tecnocrático no es cierta, o, al menos, no lo es en el sentido de que lo sea por las instituciones europeas, que son utilizadas como chivo expiatorio por los gobiernos de los estados, para quitarse delante de sus ciudadanos su responsabilidad de las decisiones impopulares
Pero sea justo o no, lo cierto es que la UE es percibida como una tecnocracia ajena a todo control democrático y que actúa en contra de los intereses de los ciudadanos. La incompetencia, mediocridad, torpeza, petulancia, engreimiento y desidia de los líderes europeos de los últimos veinte años nos ha conducido a esta situación.
La imagen de los mandatarios aislados en sus reuniones de conmemoración de los sesenta años en Roma, mientras en las calles, no solo no había ninguna celebración sino, al contrario, manifestaciones en contra de las políticas europeas, son el mejor resumen de la situación crítica en la que nos encontramos. El propio Papa advirtió a los dirigentes de la UE en la audiencia que les concedió del riesgo de desaparición cuando se olvidan los principios fundacionales y se da la espalda a los ciudadanos. Y el documento surgido de la cumbre no invita al optimismo. Muchas llamadas a la unidad, pero ninguna solución para atacar los males que están carcomiendo la UE.
Curiosamente, solo hubo manifestaciones ciudadanas en favor de la UE en Londres, donde salieron a la calle miles de ciudadanos británicos contrarios al “brexit” y partidarios de permanecer en la unión.
Y estas manifestaciones de Londres podrían ser un ejemplo de lo que nos podría pasar en un futuro al resto de los países miembros. Cuidado con desear la desaparición de la UE, no sea que luego tengamos que lamentarnos de haberla perdido, como ahora les pasa a muchos británicos.





