En la Unión Soviética, en la Alemania nazi, en la Italia fascista, en la España franquista y en cualquiera de los regímenes totalitarios del siglo XX y hasta la actualidad, ha sido práctica habitual la fabricación de informes falsos contra ciudadanos que molestaban a los capitostes del gobierno o del partido, seguidos de detenciones arbitrarias y juicios sumarísimos en los que la fiscalía construía un relato inventado conducente a la culpabilidad inevitable de los acusados y los jueces dictaban inexorablemente sentencias condenatorias. Eso si la pobre persona detenida no moría durante las torturas a que era sometida o “desaparecía” tras una ejecución sumaria.
Otra de las características propias de las dictaduras es la corrupción. La minoría dirigente y las elites financieras y empresariales se enriquecen a costa de expoliar los recursos públicos y la creación de monopolios y se establecen redes clientelares de funcionarios y determinados grupos de agentes privados en colusión contra el conjunto de los ciudadanos.
Se supone que todo ello no debe suceder en los sistemas democráticos, en los que debe haber separación de poderes y, por tanto, el sistema judicial es independiente del gobierno, en los que la policía y los cuerpos de seguridad deben estar para perseguir el delito al servicio de los ciudadanos y no para conspirar contra ellos, en los que el acceso a la función pública y al funcionariado debe ser en condiciones de igualdad y no por cooptación, en los que los contratos de servicios públicos se adjudican con imparcialidad y legalidad, en los que no solo no se fomentan sino que las prácticas monopolísticas son ilegales y en los que los representantes políticos y los gobernantes se han de comportar con decencia, honestidad y respeto a la legalidad.
Sin embargo, en algunos países con sistemas formalmente democráticos persisten o se han instalado prácticas corruptas propias de las dictaduras, que comprometen seriamente el bienestar, la igualdad de oportunidades y la seguridad jurídica de los ciudadanos.
En Italia, por poner un ejemplo cercano, la infiltración de las mafias en el aparato del estado, mediante diputados y senadores conchabados, elegidos gracias al control, o directamente al fraude, del proceso electoral por parte de las organizaciones delictivas, es un hecho conocido y no resuelto. Senadores y diputados condenados por colusión con la mafia se han vuelto a presentar y han vuelto a salir elegidos. Giulio Andreotti, primer ministro en diversas ocasiones, fue declarado culpable de asociación con la mafia, aunque el delito había prescrito, y siguió siendo senador vitalicio hasta su muerte.
Algo falla en una democracia en la que los electores siguen votando a políticos y partidos reconocidamente corruptos. Cuando una sociedad convive con la corrupción y no solo no se rebela, sino que acaba avalándola con su voto, o se ha rendido y sometido, o tiene mucho miedo, que viene a ser lo mismo, o está de acuerdo con el sistema, siempre y cuando pueda recibir algunas migajas.
En España ha vuelto a ganar las elecciones, incluso mejorando sus resultados, un partido afectado por infinidad de casos de corrupción, con sus tesoreros en libertad provisional, con antiguos dirigentes encarcelados, o que han pasado por la cárcel, y algunos que tendrán que volver, que ha promulgado leyes y normas que atentan contra la legalidad, la tutela judicial efectiva, el derecho de expresión y manifestación, el bienestar de los pensionistas, que controla el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial, conculcando el principio de separación de poderes y cuyo ministro del interior, en lugar de velar por el cumplimiento de la ley y la persecución del delito, se ha dedicado, según se desprende de las conversaciones grabadas que recientemente han salido a la luz, a conspirar para fabricar expedientes falsos contra adversarios políticos y filtrarlos a la prensa.
Está claro que para un porcentaje importante de la sociedad española esos comportamientos, profundamente antidemocráticos, son tolerables, incluso aceptables. Tal parece que cuarenta años después de la muerte de Franco y de la tan alabada transición democrática, los hábitos franquistas perviven en una buena parte de los ciudadanos. La explicación la podemos encontrar, con toda probabilidad, en esa transición que no fue la maravilla que nos han vendido, sino una estafa democrática en toda regla.
La transición fue, en realidad, una gigantesca operación de amnistía del franquismo. No se investigaron ni se denunciaron sus crímenes, sus políticos continuaron en activo, muchos de ellos controlando los nuevos partidos de la democracia, no se depuró la policía, ni siquiera los torturadores conocidos, ni el ejército, ni la justicia, ni siquiera los jueces y magistrados venales reconocidos, ni el alto funcionariado, ni el cuerpo diplomático.
Así que el sustrato inmanente franquista ha permanecido intacto en el conjunto de ciudadanos que formaba el soporte social del régimen y en sus descendientes. El ethos del franquismo ha pervivido hasta la actualidad y su expresión política es el Partido Popular, que aglutina el voto sociológico de extrema derecha que, lógicamente, no se inmuta ante su propia corrupción, que es inherente y que, por tanto, ni tan siquiera consideran como tal.





