Me sigue sorprendiendo, y ya no debería, encontrar en mi despacho mujeres de 50, 60, 70 y hasta 80 años que todavía esperan que el amor les llegue como en los cuentos de princesas. Con el príncipe azul, el beso perfecto, el final feliz. Y me sorprende porque estas mismas mujeres, sabias, valientes, llenas de vida y experiencia, han pasado por todo tipo de desafíos… pero todavía sueñan con la magia rosa que les prometieron de pequeñas.
Y no, no es una crítica. Es una constatación. Porque lo entiendo: nos lo metieron tan dentro desde niñas —entre cuentos, películas, canciones— que es difícil deshacerse del hechizo. Nos educaron para buscar el amor como si fuera una meta, como si, al encontrar “la pareja ideal”, todo se colocara por arte de magia. Como si bastara con enamorarse para que el resto funcionara solo.
Esta misma semana vino una clienta a mi despacho. Cerca de los 70 años. Me dijo que quería divorciarse. Y yo, con cuidado, le pregunté: “¿Qué ha pasado? ¿Por qué ahora?”. Su respuesta me dejó pensando: “Llevo 60 años y no quiero morirme sin saber lo que es el amor verdadero. Quiero una relación sana, sin cargas, sin pesos. Quiero a alguien alineado conmigo, que sienta y piense como yo, un compañero de camino de verdad”.
La miré con cariño y le pregunté: “¿De verdad piensas que eso es el amor verdadero?”. Y esa pregunta no era para desmontar su anhelo, sino para invitarla —y a todas nosotras— a reflexionar. ¿Qué entendemos por amor verdadero? ¿Ese ideal limpio, sin conflictos, sin fricciones, perfectamente sincronizado, que nos han vendido toda la vida? ¿O esa construcción diaria que se parece más a un jardín que hay que regar, podar, cuidar… y a veces dejar descansar?
Lo curioso —y a veces doloroso— es que, aunque lo sepamos con la cabeza, el corazón sigue esperando el cuento. Y así llegan las frustraciones, las decepciones, los “¿por qué a mí no me tocó?” o “¿en qué fallé yo?”. Como si no encontrar a ese príncipe fuera un error nuestro, en lugar de una señal de que, simplemente, los príncipes (como los dragones) no existen.
Me gustaría, desde aquí, invitarte a mirar el amor con otros ojos. No como ese ideal inalcanzable que siempre falta a algo, sino como una construcción imperfecta, a veces preciosa y otras veces dolorosa, pero siempre real. Porque amar no es encontrar a quien nos salve, sino compartir el camino con alguien que no nos reste alas.
Y si no aparece nadie, o si decides caminar sola, que no te falte nunca el amor propio. Ese sí es el verdadero cuento que deberíamos habernos contado desde niñas: el de una mujer que se salva a sí misma, que se quiere, que se elige, que se cuida.
Porque tal vez no todas tengamos un final de película… pero podemos tener una vida auténtica, y eso, créeme, es mucho más poderoso que cualquier cuento.