Adam Smith, quizás el economista más influyente de todos los tipos, fue, sobre todo, el descubridor de las enormes ventajas sociales que conlleva el crecimiento económico. Un fenómeno prácticamente nuevo y desconocido por la humanidad hasta su época. La más importante de esas ventajas es la armonía social que procura, ya que todos pueden aspirar a una vida mejor sin necesidad de que, por ello, nadie tenga que empeorar la suya. Una idea que ejemplificó con su famosa parábola de la mano invisible, esto es, aquella que, en un ambiente sin privilegiados, transforma los intereses individuales en bienestar colectivo.
Su obra cumbre, La Riqueza de las Naciones, la publicó en marzo de 1776, es decir, unos escasos meses antes de la Revolución Americana. No fue una casualidad. Nació, así, una nación impregnada, tanto en sus documentos fundacionales como en el espíritu de sus gentes, en esa misma filosofía económica de igualdad en derechos individuales. Sin duda, los Estados Unidos de América estaban llamados a ser una gran y poderosa nación. Aunque el libro de Smith era demasiado extenso para el nuevo mundo, por lo que prefirieron el del francés Jean Baptista Say que lo pulió y perfeccionó.
Sin embargo, Smith cometió un primer grave error, al identificar el crecimiento económico con la acumulación de bienes materiales. De esta manera diferenciaba el trabajo de un artesano manufacturero del de un proveedor de servicios, como podía ser un cantante de ópera. Creía que el primero contribuía a la expansión económica, mientras que el segundo no lo hacía. Un inmenso error que ha llevado a muchos de sus seguidores, como fue el caso de Malthus, a considerar que la economía es finita y que, por tanto, el advenimiento del estado estacionario, esto es aquel que agote los recursos, es inevitable.
Desgraciadamente el aceptado como “padre de la economía” no fue consciente de que el recurso esencial, -sin el cual ningún otro lo es-, es la mente humana, el conocimiento, la ciencia y la técnica. Ciertamente, como señaló algo más tarde el mencionado Say, un puente construido con los conocimientos ingenieriles del siglo XIX requiere mucho menos material, y mano de obra, que otro construido en tiempos de Roma. En este caso, el conocimiento y la tecnología han propiciado un crecimiento económico que utiliza muchos menos recursos de todo tipo. O de igual manera, podría haber añadido que sin el desarrollo tecnológico el petróleo continuaría siendo un elemento viscoso, maloliente y asqueroso que devalúa los lugares en donde se encuentra.
No fue el único error que cometió el ilustre escocés, pues también atribuyó la creación de valor al trabajo casi en exclusiva. Un error que más tarde llevó a otro de sus seguidores, Karl Marx, al extremo de convertirse en el profeta de la imposibilidad de armonía social pacífica. La lucha de clases, sin duda, está en las antípodas de la mano invisible. Aceptar esa idea hacía que la apelación a la violencia fuera inevitable. Pero, sobre todo, supuso no valorar los recursos naturales, al no haber sido trabajados por nadie. Un disparate que tampoco se hubiese cometido si todos hubiésemos aprendido de la mano del francés Say quien consideraba que el valor de las cosas tiene un componente subjetivo en función de la utilidad percibida.
En definitiva, como las ideas importan, es una auténtica lástima que los economistas siguiéramos a Smith en vez de a Say.
Ahora que estamos inmersos en el debate sobre la contención o el decrecimiento, nos convendría repasar lo establecido por los pensadores clásicos. Tal vez, no sólo podríamos habernos adelantado a divisar que cualquier tipo de renuncia al crecimiento conlleva la aparición de conflictos y luchas entre grupos sociales, como acaba de suceder entre hoteleros y “vivienderos” (en afortunada expresión de Escarrer). Sino que además podríamos haber apostado preferentemente por soluciones de más mercado frente a las de más política.
En definitiva, si el segundo de los errores mencionados de Smith nos llevó a padecer partidos marxistas, el primero puede llevarnos a padecer partidos malthusianos decrecentistas.