Es muy frecuente en la comunicación entre las personas utilizar el dicho popular ‘los extremos se tocan’. Cuando, en efecto, estamos ante posiciones ideológicas radicales, suele observarse que, en muchos casos, se presentan con más semejanzas entre sí de las que aparentan o pudiera sospecharse.
En el ámbito de la política actual, precisamente, las posiciones extremas populistas, como el ‘sanchismo’ y la ‘derecha más radical’, suelen coincidir en algo que, por desgracia, los define y no para bien. En ambos casos, se secundan mensajes fideísticos católicos: No hay que pensar, solamente creer. En ambos casos, se recomiendan, mejor, se exigen e imponen, a sus militantes y simpatizantes, incluso a sus dirigentes en sus diferentes niveles, cerrar filas en torno al relato oficial. En ambos casos, se funciona con algo tan profundamente irracional y antidemocrático como ‘no pensar, simplemente obedecer, confiar, seguir las consignas del líder supremo. Después, pasa lo que pasa: impera el desgobierno pues la norma no responde a las necesidades existentes y, a veces, se llega, incluso, a expresarse y actuar en términos contradictorios con el orden imaginado, con el orden de los propios derechos humanos (cf. Harari, Sapiens, págs. 129-131), con el orden de los valores y principios supremos consensuados.
Cuando se deja de creer en el orden imaginado, como viene acreditando esta izquierda que tan mal nos gobierna, ese orden se desmorona y desvanece. Así les ha ocurrido, por poner un ejemplo entre múltiples, con la Ley de Violencia de Género y la Ley del solo sí es sí. El cacareado feminismo de la izquierda ha sido un escandaloso fracaso, una entrega irracional a la incompetencia de Podemos, parangonable a la no menor del ‘sanchismo’, una ruptura con el tradicional feminismo socialista, una falacia que les delata, un ridículo jamás visto. La mujer quedó abiertamente desprotegida y, al final, el PP tuvo que salir a su rescate y deshacer tanto entuerto. ¡Así no se protege a las mujeres!
Es más, pusieron en circulación una melodía recurrente, un ‘leitmotiv’, una doctrina que dicen ‘progresista’, pero que debiera avergonzarles. Gentes, y hasta mujeres socialistas de gran prestigio profesional, mostraron su desacuerdo con tan fanático feminismo, que divide y separa, que mete miedo al hombre. Todas ellas mostraron su desacuerdo con la norma aprobada, “empezando por la idea del impulso masculino de dominio como único factor desencadenante de la violencia contra las mujeres” (Maite Rico). Y, es que, como también subrayó la prestigiosa periodista, “erradicar la violencia -machista o de cualquier tipo- es imposible, pero poco puede mejorar con una ley que parte de un diagnóstico erróneo. A saber: que las mujeres son víctimas, por el hecho de serlo; no de un hombre concreto, sino del hombre, violento per se”.
Como es frecuente en la izquierda, se echó mano de la propaganda y la manipulación. Ha venido actuando en modo cruzada. Así, para la señora Francina Armengol, la nueva norma permite “avanzar hacia una sociedad más libre e igualitaria que protege más y mejor los derechos de las mujeres (…) Hoy somos un país mejor para todas”. La ignorancia activa (Goethe) al poder. Se ha querido soslayar (Irene Montero, Ana Redondo y María Jesús Montero) el principio esencial de la presunción de inocencia, el principio de en caso de duda a favor del reo (‘el paréntesis que divide al mundo entre la turba y la razón’ -Tsevan Rabtan-) y se ha tachado, como una ‘vergüenza’ (María José Montero), que “la presunción de inocencia esté por delante del testimonio de las mujeres”. Les gustaría, en el fondo, “convertir en dogma la falacia de que la mujer nunca miente” o que “se prescinda de las pruebas en un juicio” o “del juicio mismo” (Maite Rico). ¡Vaya monstruosidad y aberración! ¡Vaya ‘sustitución de la realidad por la ideología’ (Arcadi Espada).
Ha sido, sin duda, Pola Oloixarac, con su novela Bad hombre y sus declaraciones a La Lectura, 141, 2024, quien ha sacado los colores a este feminismo desnortado y muy cacareado. Entre otras cosas, le ha dicho que hay que ‘repensar el discurso’, que ‘eso de víctimas y verdugos que ya no sirve’, que hay que ‘hacer autocrítica y afrontar nuevas actuaciones e ideas’, que ‘yo sí te creo, debería convertirse en yo sí te escucho, que ‘es la hora de bajar el feminismo del púlpito, de desacralizarlo’, que ’las mujeres tenemos un poder de destrucción mucho mayor que el que habíamos imaginado antes’. “¿Por qué fingir que todo está perfecto cuando no lo está? Hablemos de ello”, termina la escritora argentina. Merece la pena. Es urgente recuperar una normalidad y un equilibrio relacional que ponga fin a situaciones incomprensibles, de desconfianza mutua, de miedos injustificados pero reales, de recelos y comportamientos a la defensiva, que han infectado gravemente el entorno existencial actual entre el varón y la mujer.
Sólo me atrevo a pedir a quienes apoyan a este ‘sanchismo’, que tengan “la decencia de reconocer que los tuyos (suyos) ya están haciendo todo lo que temes que hagan los otros si gobiernan” (Jorge Bustos). Si eres capaz de superar el resentimiento que te lo ha impedido hasta ahora (cf. Álvaro Delgado, Feminismo selectivo, MD) obrarás en consecuencia y no apoyarás a quienes no han sabido proteger a la mujer, aunque cacareen lo contrario.





