«No observo nada grave, pero veo que el corazón a veces se le dispara, y esto tenemos que controlarlo», me comentó el cardiólogo hace ya algún tiempo, en un tono de voz muy afable y tranquilizador, mientras repasaba los resultados de la ecografía y de las pruebas de esfuerzo que había hecho. Y yo entonces asentí silenciosamente con la cabeza, como queriendo decir con ello que incluso antes de la realización de dichas pruebas yo ya sospechaba que, efectivamente, el corazón a veces se me disparaba.
De hecho, creo que si el doctor, en lugar de tener ante sí el dosier con todos los resultados de mis pruebas, hubiera tenido en ese momento entre sus manos alguna recopilación de los artículos que he ido publicando en esta columna, seguramente habría dicho poco más o menos también lo mismo: «No observo nada grave, pero veo que el corazón a veces se le dispara, y esto tenemos que controlarlo».
Dicen que en casi todas las dolencias relacionadas con el corazón, normalmente suelen tener una gran importancia los antecedentes familiares. Y seguramente debe de ser así. En el caso de mi familia, en el pasado hubo situaciones casi idénticas a la mía —corazones que a veces se disparaban— de manera recurrente, sobre todo por parte materna, con tratamientos que no siempre, ay, dieron finalmente los resultados esperados. Claro que entonces la ciencia no estaba aún tan avanzada como por fortuna lo está ya ahora.
Aun así, a veces pienso que por mucho que la medicina siga mejorando todavía, nunca llegará a haber un remedio universal y perfecto para todas aquellas dolencias que tienen que ver de una manera u otra con el corazón. Esas afecciones tan específicas nacieron al parecer casi cuando nació también el mundo —seguramente ya con Adán y Eva— y siguen estando todavía hoy bastante extendidas, entre otras razones porque en principio pueden llegar a afectar prácticamente a cualquier persona, incluidas aquellas que tienen todas las arterias coronarias en perfecto estado.
Aquel buen cardiólogo que me atendió hace ya algún tiempo me recomendó que intentase cambiar un poco mi ritmo de vida, que mejorase mi alimentación y que realizase ejercicio físico de forma regular, para poder tener así mi corazón controlado. «Si dentro de un tiempo no mejora su ritmo cardíaco, seguramente tendremos que darle algún tipo de medicación», me dijo en el mismo tono afable y tranquilizador con el que me había hablado al principio.
Desde entonces he intentado seguir en la medida de lo posible todas aquellas pautas, porque pienso que siempre hemos de procurar hacer caso a los buenos consejos que nos dan. Aun así, es posible que en determinadas ocasiones ni siquiera los mejores hábitos ni los mejores medicamentos puedan evitar del todo el hecho de que a casi todos los seres humanos el corazón, a veces, se nos dispare.