El historiador experto en arte y literatura de finales del siglo XIX, Hans Corneel de Roos, cuenta en uno de sus textos que, en aquella época, científicos y policías se interesaron por la posibilidad de que algunos crímenes pudieran haber sido cometidos bajo hipnosis. Resultaba inquietante que inteligentes criminales pudieran impulsar a otros a cometer todo tipo de delitos utilizando el poder de la mente, hasta el punto de que el involuntario malhechor no recordara nada de lo que había hecho, ni quién se lo había ordenado y que apenas pudiera balbucear unas palabras en una nube de estupor al ser detenido. Es fácil evocar las neblinosas calles de Londres y a un malvado Moriarty extendiendo las manos para hacerse con la mente de un desdichado que cometerá todo tipo de atrocidades bajo sus órdenes. Es un tema recurrente en la literatura y en el cine, y lo hemos visto en intrigas políticas como El candidato manchú (la novela de Richard Condon que inspiró la película El mensajero del miedo, John Frankenheimer, 1962), en la disparatada spoof movie Agárralo como puedas (David Zucker, 1988) o en la no menos hilarante y ridícula Zoolander (Ben Stiller, 2001).
El control de la mente ajena para fines propios no es nuevo, ni tiene nada que ver con la Inglaterra victoriana de la que nos habla Corneel de Roos. A poco que uno rasque en la aún confusa historiografía oculta del convulso siglo XX se encontrará con el misterioso programa de control mental desarrollado por la CIA, el secreto proyecto MK Ultra del que apenas se han desclasificado documentos —ya imaginan de dónde sale el personaje de El candidato manchú o el Jason Bourne de Robert Ludlum—. Más lejano en el tiempo encontramos al flautista de Hamelín, una fábula alemana de origen incierto y que podría remontarse al siglo XIV e incluso antes, a un supuesto hecho acontecido en 1284.
Hoy nos resulta fácil aceptar el poder de la hipnosis en los espectáculos de mentalismo, una vez que ha saltado de las barracas de feria a los platós de televisión. Nos divierte ver a un espontáneo del público croar como una rana o cacarear como una gallina de forma involuntaria. Hay quién confía en la hipnosis para dejar de fumar o para regresiones mentales en la búsqueda de un oscuro trauma olvidado o de una vida anterior. A la mayoría, el escepticismo nos lleva a rechazar tales posibilidades, como si fueran ideas peregrinas.
Pero las ideas peregrinas existen porque hay personas dispuestas a creerlas. Y ello no les convierte en tontos, solo es el reflejo de un comportamiento muy humano: la búsqueda de respuestas. Mucho se ha escrito del poder de la persuasión, de cómo unas personas pueden influir en otras para que obren convencidas acorde a la voluntad del líder. El caso paradigmático, mil veces citado, es el de Adolf Hitler. El historiador Laurence Rees dedicó un libro a El oscuro carisma de Hitler —asesorado por Ian Kershaw, ahí lo dejo— en el que analiza la forma en la que una persona consiguió subyugar la voluntad de todo un pueblo a su antojo y delirio. ¿Poseía Hitler ese «oscuro carisma» embriagador de masas o era un personaje ridículo? Abordó la cuestión desde otro punto de vista el director y documentalista Rudolh Herzog —hijo de Werner Herzog— en Heil Hitler: el cerdo está muerto, un curioso, exhaustivo y magnífico ensayo del humor popular durante el III Reich. Y sí, entonces Hitler ya resultaba un personajillo víctima de todo tipo de chistes y chascarrillos. Pocos se lo tomaron en serio hasta que resultó demasiado tarde.
A pesar de su dudoso carisma y de su imagen objeto de burla, el entorno de Hitler desarrolló una neolengua propia que alteró el pensamiento de la masa. Porque, no lo duden, la palabra acaba condicionando el pensamiento y no a la inversa. La pomposa jerga nazi repleta de expresiones como «higiene racial», «espacio vital», «casas de la luz» o de crueldades infinitas como lo de «el trabajo os hará libres», no pasó inadvertida para los que vieron su verdadera finalidad: el adoctrinamiento mediante la imposición de un pensamiento único y correcto. Al respecto, les recomiendo LTI, La lengua del Tercer Reich del filólogo Victor Klemperer, publicado en fecha tan temprana como el año 1947.
Hitler no hubiera conseguido nada con su exiguo carisma ni con la jerga nazi sin la propaganda. De eso se encargó el cínico Goebbels. Él no creó la archiconocida frase de «una mentira mil veces repetida se acaba convirtiendo en una verdad», si bien fue un mago de la propaganda negra capaz de llevar la idea a su máximo desarrollo.
La hipnosis de los policías victorianos no existe, como no se puede explicar el estropicio de Hitler por su carisma. La realidad es mucho más prosaica y se basa en adoctrinamiento y mentiras repetidas para generar las respuestas gregarias que las personas buscan, para hacerlas sentirse parte de un colectivo, seguras y —esta es la parte fea— inocentes de sus pecados, siempre cometidos por agentes externos o por disidentes internos. El patrón se ha repetido en la Alemania nazi, en la Unión Soviética, en Corea del Norte… Si a todo ello se le añade el uso de la fuerza, la violencia y la represión, la masa está perdida. Porque ya no es pueblo, es la «masa prescindible» según el concepto marxista. Escribo marxista, pero pueden cambiarlo por totalitarista.
Si han llegado hasta aquí es porque son avezados lectores y se huelen la conclusión de esta —hoy, atípica— columna dominical. Y la conclusión no puede ser más que una pregunta retórica, que aun retórica da mucho qué pensar: ¿qué ha pasado para que un señor ridículo prófugo de la justicia, una pandilla de personajillos encarcelados y un grupúsculo de desharrapados de flequillo imposible hayan ganado unas elecciones?
Al escribir estas líneas soy consciente de que alguno podrá cebarse conmigo en virtud de la Ley de Godwin, por la cual —y no sin cierta retranca— se dice que toda exposición argumental que se extiende en demasía acaba incluyendo a Hitler y al nazismo como base del razonamiento o del establecimiento de analogías. Les contestaría cuánto me place llamar nazis a los que etiquetan de fascistas a todos los que no piensan como ellos. Tal vez sea tarde, si bien no dejaré de reírme de ellos hasta que me manden al gulag. Pero esa es otra historia…