Muchos de ustedes creerán que eso del Gran Hermano es un producto más de la telebasura, consistente en poner una lupa sobre una manada de frikis y cenutrios de toda condición encerrados en una casa mientras hacen, básicamente, el idiota. Y llevan razón. Probablemente, el creador de esta bazofia adictiva del cajatontismo radical debió leer en el escaparate de una librería la sinopsis de contraportada de la novela de Orwell y le hizo gracia el nombre del poder oculto que vigila y controla a los habitantes de Oceanía, el país cada vez menos imaginario donde el tío George sitúa su obra.
Resulta poco probable que Pedro Sánchez haya leído a Orwell, aunque no descarten que quien le escribió la tesis aprovechara los ratos libres para solazarse con ella y luego, cuando le contaba a su "autor" de qué iba lo que éste -tan sabiamente- había "escrito", mezclara también algunos episodios orwellianos a modo de morcilla. Total, que Sánchez, sin haber estudiado nunca nada más que los resúmenes que le prepara Iván Redondo para leer
en el Falcon, asimiló como propios los dictados del Gran Hermano. Es una teoría como cualquier otra; si se la contara Adriana Lastra o Fernando Simón igual se la creen.
Sigamos. Para controlar un país entero se precisan varios ingredientes. Esto no es nada nuevo, pues nazis, islamistas y comunistas han venido -y vienen- aplicando la receta, aunque al final siempre acaben enseñando la patita.
El primer ingrediente es el control de la información. Quizás el cien por cien del flujo informativo sea demasiado, pero controlando el noventa y algunos de los líderes más populares de la intoxicación se obtienen ya resultados positivos. Luego, obviamente, hay que diseñar unas mentiras lo suficientemente atractivas como para que las compre el común de los ciudadanos, y repetirlas machaconamente hasta que calen, para lo cual siempre habrá militantes dispuestos a colar en las redes sociales el mantra del día de la factoría Redondo. Esto funciona durante un tiempo, pero al final, los más avispados comienzan a sospechar.
Por tanto, conviene idiotizar a cuanta más gente, mejor, y hacerlo a una velocidad tal que la reposición de mentes lúcidas jamás alcance las cifras de producción de analfabetos afectos que se creen mártires de la lucha antifascista.
Para la idiotización colectiva hay métodos muy perfeccionados. Si los nazis fueron capaces de anestesiar las neuronas de casi toda una nación para llevarla al cénit de la degeneración, habrá que fijarse en cómo lo hicieron y, mutatis mutandis, aplicar la técnica de Goebbels.
Un primer método es, claro, usar el anzuelo televisivo. No sé si ustedes habrán reparado en ello, pero la televisión de 2020, con decenas de variopintos canales, es mucho peor en todos los aspectos -menos el técnológico- que la de 1979 con dos, salvo que sea usted un forofo de la fabricación de cuchillos o tenga un problema de obesidad para el cual necesite el bálsamo compensador de saber que en Wisconsin hay una gorda de 410 kilos que ha conseguido bajar a 275 -merced a los servicios de una
reputada clínica de Houston, Texas- con lo que ahora puede acudir sola al súper a comprar botes de quince kilos de helado sabor zarzaparrilla con los que poder seguir viendo apasionantes programas de cazadores de caimanes en su caravana.
Otro elemento de idiotización proactiva es la legislación educativa. Qué mejor para perpetuar fieles votantes que la escuela regale los títulos que hasta hace unas décadas requerían estudio y esfuerzo y ahora solo asumir la infalible doctrina del GH. Celaá se ha puesto manos a la obra y ya pergeña el sistema para que un bachiller consiga su objetivo pese a no saber leer. El bachillerato regalado será una sistema eficaz de inserción laboral para afiliados al PSOE y Podemos. Cuanto menos se esfuerce el sujeto, más probabilidades tiene de acabar siendo alcalde de una gran capital de
provincia.
Pero el moldeado de las mentes no es suficiente, hay que controlar también a los individuos, saber dónde están y cuánto gastan en todo momento.
Merced a sesudos algoritmos informáticos, una serie de sádicos -hoy
multimillonarios- han diseñado curiosas aplicaciones que conocen nuestros gustos y, mayormente, nuestros vicios, con lo que resulta fácil elegir la zanahoria adecuada a cada cual y tenernos dos horas frente al ordenador eligiendo la memez más distractiva mientras en nuestra estantería los libros acumulan polvo.
Le sumamos a todo ello los siempre inmaculados y dignísimos intereses de la banca y abogamos por la supresión del dinero en billetes -supuestamente, para luchar contra la economía sumergida-, consiguiendo así que hasta el falso mendigo del súper y la beata que pasa el cepillo en la parroquia tengan un datáfono a prueba de phishing.
Pero no solo Sánchez se nos ha vuelto orwelliano. El Gobierno vasco, tan liberal él, está poniendo en marcha su -abertzale, por supuesto- gran hermanito particular para poder rastrear con una huella digital en qué se gastan los cuartos los vascos y las vascas, y para saber si Andoni y Patxi van de putas los jueves o los martes y si utilizan condones de la farmacia o del chino, que pagan con la maravilla del Apple Pay.
Así, idiotas y controlados en todo momento, es más fácil que el Ministerio de la Verdad nos cuente que Indalecio Prieto y Francisco Largo Caballero fueron dos héroes antifascistas, cuando en realidad algunos -cada vez menos- conocemos bien en qué consistió su heroicidad.
La conclusión es que para que un ser humano pueda seguir siendo libre y logre escapar de esta telaraña totalitaria no debe tener tele, ni ordenador, ni teléfono móvil, ni mucho menos cuenta bancaria o hipoteca, con lo que la libertad se va equiparando progresivamente a la indigencia. Y, además, un hombre libre es capaz de cargarse este invento tan seductor para el poder, pues no responde a los estímulos tan celosamente preparados para controlarlo, así que el Gran Hermano ya prepara lo conducente para su
exterminio, a ser posible incruento.
Resultará que, al final, los conspiranoicos y hasta Trump no estaban tan locos.