Uno de los rasgos que suelen definir a un buen novelista es su capacidad para generar imágenes creíbles en la mente del lector, o dicho de otro modo, su talento para introducirnos en el «sueño de ficción». Basta un pequeño error en la composición de una escena, en la descripción de un espacio o en el movimiento de un personaje, para que nos despertemos de manera abrupta. Abandonamos el juego que nos traíamos con el autor porque nos damos cuenta de que nos está engañando de mala manera. Esto también puede suceder en una película, pero el cable sobre el que camina un director no es tan fino como el de un escritor gracias a la inmediatez que aporta un plano, o un fotograma. Me vengo a referir a que no hay premio Nobel de Literatura, ni premio Planeta, capaz de describir la corrupción política con la misma precisión y obscenidad que las fotografías y videos de fajos de billetes que hemos visto esta semana rulando en el domicilio de un ministro.
Porque una cosa es que todos nos imagináramos la cosa así de zafia, con esos «folios» manoseados, por valor de cincuenta euros cada uno, apilados en bolsas de plástico. Y otra cosa muy distinta es verlos ahí, en la portada de The Objective, con la mano regordeta de una empleada del hogar mostrándolos con impudicia, como enseñando el sexo de Su Señoría. Es terrible la imagen de esos cientos de billetes superpuesta a los whatsapps de una señora -no me ha quedado claro si era una prostituta- pidiéndole con urgencia cien euros a Ábalos porque tiene la nevera vacía y no puede dar de cenar esa noche a su hija. Es exactamente la imagen que se le hubiera ocurrido a un buen novelista para mostrar la abyección moral que puede alcanzar un representante público.
Más allá de las pruebas y la evidencia física de la corrupción, las imágenes tienen una connotación destructiva sobre el valor del dinero. Creo que las personas que manejan grandes cantidades en metálico llegan a sufrir una distorsión en la manera que perciben cuánto cuesta ganarlo. Además de su probable origen ilícito, u su opacidad fiscal, uno termina por no saber cuántas «lechugas» restan en el sobre, como el yonki con la papelina, y en seguida necesita más. Es revelador lo grandes que se muestran los números del saldo de nuestra cuenta corriente en cualquier web de banca electrónica. Para bien o para mal, cada vez que gastas sabes lo que te queda, o lo que debes, si los dígitos aparecen en rojo.
Todo esto tiene especial relevancia cuando hablamos de personas que viven de un sueldo público, claro. En este caso, me parece que se debe ser especialmente cuidadoso. Me refiero a no perder nunca de vista de dónde proceden los fondos con los que se satisface la nómina, por ejemplo, de un cargo electo. Vienen de la caja común, o sea, de la que sufragamos todos los contribuyentes. Todos, insisto, no sólo sus votantes. Quiero decir que a un concejal no le dan de comer los electores que depositaron en la urna una papeleta encabezada por el logo de su partido político, sino todos los vecinos que pagan impuestos.
Olvidar esta obviedad, a parte de evidenciar una escasa cultura democrática, acarrea otra consecuencia aún peor: el convencimiento de que sólo se debe responder ante tus propios votantes, que las obligaciones en el cargo público son frente a ellos, y que por tanto no debe responder de sus actos ante el resto de ciudadanos que, aprueben o no esos actos, tienen obligación de pagar el IBI, entre otros impuestos municipales.
Cuando la regidora de Unidas Podemos, Lucía Muñoz, declara que «nuestros votantes apoyan las misiones humanitarias» para justificar su ausencia superior a un mes en la flotilla cobrando su sueldo de concejal en Palma, demuestra un conocimiento sobre el funcionamiento de la democracia similar al que enseña Hamas a los gazatíes. Con algunas diferencias, por supuesto.
Los que pensamos que es una vergüenza cobrar del ayuntamiento sin trabajar para él, escribimos una columna de opinión, y ya. En Gaza, la gente que no está de acuerdo con Hamas no recibe una crítica en un periódico, sino un balazo en la nuca arrodillado en mitad de la calle. Podemos denuncia cada día la abundancia de jueces corruptos en España, algo que no sucede en Gaza, donde rige la justicia del kalashnikov. Permanecemos a la espera de las declaraciones de esta experta en genocidios, de momento más molesta con Jaime Martínez, el alcalde de Palma que ha denunciado su absentismo parea reclamarle la nómina, que con esas ejecuciones extrajudiciales.
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