Sin entrar en disquisiciones filosóficas para las que no estoy a la altura, es habitual sostener que uno de los elementos definitorios del pensamiento aristotélico es considerar el punto medio, el mesotés, como el punto en el que reside la virtud. Entre los extremos se sitúa un punto de equilibrio central que acoge elementos de tales extremos haciéndolos, quizás, reconciliables.
El deseo públicamente expresado de cientos de miles, de millones de catalanes de obtener su independencia tras una consulta democrática nos permite hacer la prueba del algodón sobre si en nuestra convivencia practicamos la búsqueda de dicho punto de equilibrio.
Empecemos con un ejemplo similar. Escocia celebró sin ningún tipo de problema un referéndum sobre su independencia, con el resultado que todos sabemos. Lo celebró de forma plenamente democrática, con una intensa campaña electoral por ambas partes, de acuerdo con el gobierno británico y sin que se abrieran las fauces de la tierra para tragarse a nadie, votara lo que votara. Tras el resultado, nadie ha referido ningún tipo de conflicto o apocalipsis. Y votaron solo los residentes en Escocia, por cierto, porque está por ver qué legitimidad podría tener un señor de Southampton para decidir el futuro de Edimburgo.
Siendo la democracia británica la más antigua de Europa ¿no sería buena idea que tomáramos nota todos de su proceder?
Por ejemplo: nuestra Constitución permite que el Estado transfiera a una Comunidad Autónoma las competencias para celebrar referéndums consultivos. El Reino Unido permitió la celebración de dicho referéndum a Escocia y, sin embargo, el Estado español no ha permitido dicha celebración por ser ilegal, a pesar de estar en su mano que fuera legal simplemente mediante una transferencia puntual de competencias (artículo 150.2 CE).
En el referéndum escocés, votaron los escoceses. En el hipotético referéndum sobre la independencia de Cataluña el Estado sostiene que debería votar toda España, lo que no tiene jurídica ni políticamente ningún sentido. Se trata de saber qué quieren hacer los catalanes, no de saber qué quieren los murcianos o los riojanos que hagan los catalanes.
En el referéndum escocés se planteó una campaña electoral en toda regla, con participación activa de los partidarios de la independencia y de los contrarios a la independencia. Por cierto, en un clima envidiable de tranquilidad y coexistencia más que pacífica. Lo que en términos tópicos se llamaría “una fiesta de la democracia”. Sin embargo, en Cataluña asistimos a una campaña electoral extraoficial, controlada exclusivamente por unas instituciones catalanas absolutamente parciales que se enfrentan mediáticamente con unas instituciones estatales también parciales. No existe clima de coexistencia, ni existe campaña electoral. Existen actos multitudinarios de exaltación patria por un lado, y menos multitudinarios por el otro. Los partidarios de la independencia parecen ser mayoría, pero yo estoy convencido de que los partidarios de continuar siendo españoles, que seguro son muchos, apenas están organizados y viven este proceso entre el asombro y el desapego. ¿Por qué no deberían fomentarse debates entre ambas posturas, de forma limpia y neutral? ¿Por qué no se debate en serio sobre datos, propuestas y perspectivas de futuro si gana una opción o gana la otra?
Lo cierto es que parece que salvo los ciudadanos que expresan públicamente su deseo de independencia, que son cientos de miles, nadie parece realmente tomarse en serio este asunto.
Personalmente no creo que seamos ni más ni menos tontos que los británicos o que los escoceses. Ni creo que nuestra democracia o nuestras leyes sean peores, o menos adaptables a la realidad.
Creo que, tristemente, la huida a los extremos de los responsables de la Generalitat y del Gobierno de España no es algo achacable exclusivamente a su torpeza o a sus consideraciones apriorísticas del orgullo patrio y de la exaltación nacional. Quiero pensar que no estamos en manos de descerebrados.
Extremar el debate sobre la independencia de Cataluña a consideraciones tales como la cacareada y absurda “indisoluble unidad” de la nación española (que ya era constitucionalmente indisoluble antes de que todos sus territorios coloniales se independizaran), o al derecho histórico de independencia en base a la Guerra de Sucesión, que nada tenía que ver con todo esto, no es casualidad. Es una estrategia perfectamente meditada y orquestada.
Por un lado, y gracias a esta estrategia de extremos, ERC se ha visto aupada a ser la primera fuerza política catalana, aplastando a CiU.
Por otro lado, CiU ve peligrar claramente su propia supervivencia, en tanto en cuanto los democratacristianos de Unió (catalanistas pero no independentistas) están a punto de romper la coalición. CDC, liderada por Artur Mas, perderá así todo su flanco derecho a manos de Unió, y perderá buena parte de su flanco soberanista a manos de ERC. En breve CDC será no la segunda sino la tercera o la cuarta fuerza política de Cataluña.
Por otro lado, el PSC, que durante años fue la primera fuerza política catalana en las elecciones generales y alternó con CiU ese primer lugar en las autonómicas, se desangra arrinconada en la irrelevancia política. Esa irrelevancia política en Cataluña, y aquí está otra de las claves, hace inviable que el PSOE pueda aspirar a gobernar con mayoría suficiente en España, ya que ha necesitado históricamente los escaños que obtenía el PSC. Escaños que probablemente nunca más vuelva a obtener, dinamitado por el debate sobre la independencia.
Partidos españolistas como Ciutadans o UPyD suben como la espuma a costa, esencialmente, de los votos del llamado cinturón rojo de Barcelona, ya que se han hecho con el sufragio de antiguos votantes del PSC más socialistas que nacionalistas y que no se sienten identificados por un PSC impotente para hacer oposición a un gobierno como el de Mas que se ha quedado a gusto como precursor de toda cuanta política de recortes se ha hecho después a nivel estatal.
Y el PP mantiene sus expectativas en Cataluña como tercera o cuarta fuerza, pero con la ventaja de haber hundido al PSC y acabar con sus opciones de gobernar en España en muchos pero que muchos años.
Así, lejos de buscar el punto de equilibrio en este debate, que sin duda vendría representado por el referéndum escocés, a las fuerzas políticas avispadas este debate llevado a sus máximos extremos de confrontación política les ha venido como agua de mayo.
ERC y Oriol Junqueras liderarán el independentismo catalán, multitudinario y transversal. Posiblemente fagocitando o llevando casi a su extinción a CDC o, al menos, a la CDC de Artur Mas, y deshaciéndose del PSC, convertido en fuerza política irrelevante. A cambio, ICV y la CUP, con experiencia y con líderes carismáticos, reforzarán a ERC y la acercarán a debates más allá del independentismo.
El PP se rearma políticamente gracias a su cercanía ideológica con Ciutadans y UPyD y gracias al papel de Unió. No se trata de que el PP gane las elecciones en Cataluña. Saben que eso no pasará jamás. Pero sí sabe el PP de Génova que con una Convergència destruida y un PSC residual, el PSOE no podrá gobernar porque le faltarán escaños en Madrid. La diferencia entre PP y PSOE en Andalucía y Extremadura es hoy por hoy demasiado pequeña.
Por todas estas razones, siempre en mi más humilde opinión, es por lo que hemos asistido y estamos asistiendo a un proceso de vaciado del punto medio. A un debate de soflamas, eslóganes y banderas más cercano al sentimiento que a la razón. Vaciando el centro ganan los extremos. Se pierde en virtud, pero se ganan votos y elecciones.