De poco le sirvió al Atlético Baleares regalar 365 entradas para llenar el campo de Son Malferit, no se sabe si para apoyar a sus jugadores o crear un ambiente hostil de cara al árbitro y al equipo visitante. Inútil en ambos casos. El público no gana partidos y si alguna vez lo hizo era en los tiempos del cuplé. Uno, en su ingenuidad, creía que el juego brillante de quienes defienden sus colores y los buenos resultados era lo que motivaba a los espectadores a su cita con las gradas. Algunos se tragaban noventa minutos de pie para no perderse el espectáculo. Ahora nos venden que unos profesionales, de la plantilla que sea, que viven más que decentemente, a cuerpo de rey en muchos casos, por entrenar de ocho a diez horas a la semana y competir una y media más, precisan el aplauso del público aunque pierdan más que ganen y no le sirvan de diversión a nadie. Será verdad eso de que el fútbol ha derivado en religión y hay que asistir al encuentro dominical por devoción, como los católicos a misa.
Evidentemente el club de la Via de Cintura, a la que aspira regresar, no es el único en practicar este discurso tan anticuado como equívoco. Los mismos que regalan localidades, después piden subvenciones. Morro no les falta. La Federación Española de Fútbol hace tiempo que debería haber tomado cartas en el asunto de acuerdo con la Liga de Fútbol Profesional, según las categorías de las que hablemos, para impedir este tipo de obsequios que propician datos no homologables de audiencia, escapan del correspondiente control fiscal y suponen un verdadero abuso para los abonados que pagan religiosamente sus asientos, los ocupen o no, por adelantado a principio de temporada. Otros que, por otra parte, contribuyen con entusiasmo a mejorar los balances de los empresarios locales o foráneos que, naturalmente, aceptamos que están aquí por puro altruismo.
