El mundo del fútbol proporciona, sin lugar a dudas, una amplia gama de posibilidades que aportan belleza, emoción y espectáculo a la monótona y rutinaria vida del humano. La simple pugna entre dos equipos rivales que pretenden, los dos, ganar al contrario, ya ofrece múltiples escenarios en los que la estética juega un papel decisivo: ver correr a los jugadores, constatar su esfuerzo en forma de sudor, las lágrimas vertidas por una ocasión dilapidada, los abrazos masivos y pegajosos por una jugada bien rematada, el dolor reflejado en el rostro de un jugador que ha sufrido el traidor puntapié de su enemigo… todo esto es la semilla que hace que la belleza brote en todo su esplendor.
De todos modos, no me van a negar ustedes que los momentos más mágicos en un partido de fútbol, aquellos instantes en que el esplendor cromático llega a su punto álgido, a su éxtasis, a su cénit y el espectáculo se convierte en arte, son cuando los jugadores escupen sobre la humilda hierba: ¡ahh, qué maravilla! Mi sensibilidad tiembla como un flan ante una visión semejante: mis pupilas se enternecen, mis mejillas se aterciopelan, mis ojos empiezan a emanar humedad viscosa, mi garganta se agrieta y mi pubis se desactiva.
Mi epidermis sentimental solo se enravena de esta manera, hasta la saciedad, contemplando el techo de la Capilla Sixtina, leyendo a Montaigne o deleitándome con el Concierto para dos violines y orquesta de Juan Sebastian Bach.
Observar, cómodamente “repapichado” en un mullido sofá, un primer plano de un deportista escupiendo a troche y moche durante un partido de fútbol representa un enorme e incontestable placer para un telespectador adulto.
Desde mi particular punto de vista, los mejores escupitajos de la Liga BBVA los brinda Leo Messi: se trata de esputos lanzados con elegancia (con una previa y ligera hinchazón de los carrillos maxilares para que el gargajo tome carrerilla), ofrecidos con profesionalidad, de trazado posterior inigualable, y de recorrido parabólico imponente. El propio Rafael Nadal –si se dedicara más a escupir y no a cuidar su rodilla- no alcanzaría un nivel de belleza y precisión como el de su pariente (deportivo) Messi.
Los chinos de la China no sólo alcanzaron la fama mundial inventando la pólvora –que no está nada mal, por cierto- sino que han sido, a lo largo de su milenaria historia, los más refinados escupidores del planeta. Al pasear por cualquier calle o plaza de cualquier pueblo o ciudad amarilla, hay que prestar mucha más atención a los impecables y multitudinarios escupitajos de los transeuntes de ojos rasgados que a los coches y motos que circulan entre un caos de tráfico aclaparador y desconcertante.
Por fortuna la “tele” tiene eso, tele, que en griego significa distancia; y en esa distancia nos sentimos algo protegidos. Pero, ¡ cuidado!: Messi lanza faltas lejanas con mucha precisión y acierto. Quedan avisados: sofá, cubata, pizza y, por si acaso, toallita, como pediría el ínclito detective Adrian Monk.