El patético resultado de la cumbre del G7 celebrada en Canadá, con un acuerdo de mínimos arrancado a Trump en el último momento por los otros seis miembros, del que se desdijo a las pocas horas desde el avión presidencial, aparentemente irritado por las declaraciones del premier canadiense, Justin Trudeau, en la rueda de prensa de clausura de la reunión, es un episodio más, y habrá más, del desprecio, displicencia y arrogancia con los que Trump y su administración han decidido relacionarse con sus aliados y socios históricos europeos y Canadá.
Pero no se trata de que Trump sea un individuo primario, errático, impulsivo, sanguíneo, sin experiencia política, que también, sino de una línea de actuación perfectamente planificada y programada desde la extrema derecha del partido republicano y que ya había sido anunciada desde la misma campaña electoral, algunos aspectos de forma explícita, la salida de EE.UU. del acuerdo de París sobre el cambio climático, del acuerdo nuclear con Irán, del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica y la revisión del Nafta, y otros de manera más velada o críptica, como la confrontación soterrada pero indudable con China y el endurecimiento de las relaciones con Rusia.
La retirada de la firma no ha sido un acto impulsivo. Trump ya aterrizó (tarde) en la cumbre del G7 sin ningún ánimo de llegar a acuerdo alguno, al contrario, se comportó desafiante en todo momento y se reafirmó en los aranceles al aluminio y al acero e incluso amenazó con ponerlos a otros productos, como los automóviles. Aceptó un acuerdo ridículo de último momento para no aparecer como el malo de la película, especialmente ante sus propios ciudadanos, ante la fracción de sus ciudadanos que le votaron y le siguen apoyando, y luego lo ha repudiado con una excusa pueril pero adornada con la habitual letanía de agravios: el déficit comercial, la desproporcionada carga de EE.UU. en la financiación de la OTAN, la deslealtad de los europeos en el conflicto con Irán, etc., que sabe que los suyos compran sin problemas.
No ha sido sino el enésimo intento de humillación de los europeos y Canadá. Determinada derecha estadounidense, que ahora está en el poder con Trump, siempre ha considerado que Canadá es un país destinado a acabar fusionándose con los Estados Unidos, una especie de reserva territorial poco poblada y no acaba de entender, y le molesta, la organización social canadiense, mucho más parecida a la europea que a la suya, así que Justin Trudeau, hijo de un “quebecois” francófono y de una anglófona y que encarna las virtudes de un país multicultural, abierto y con un estado del bienestar a años-luz del deficiente sistema estadounidense, les resulta insoportable y persiguen su sometimiento por la vía económica, revisando el Nafta y poniendo aranceles a productos muy sensibles para Canadá.
Respecto de Europa, esa derecha estadounidense tiene un sentimiento ambivalente de admiración, envidia y desprecio, prevaleciendo este último. Les molesta que después de haber salvado a Europa, al menos a la Europa occidental, dos veces en un siglo, no aceptemos ser una especie de satélites que sigan obedientes a los EE.UU. en todas sus políticas, es decir, en realidad no quieren aliados sino acólitos. Ello unido al hecho de que consideran, en este caso no sin razón, que están pagando un precio enorme por el mantenimiento de la estructura defensiva europea que es la OTAN, mientras los europeos no contribuimos en la misma medida y nos columpiamos despreocupados dejándoles a ellos el marrón económico y militar y además les vendemos por mucho más valor de lo que les compramos, es decir, la balanza comercial y económica es muy favorable a nosotros y, encima, no les tenemos cariño.
Ahora han detectado que Europa está en una posición de extrema debilidad. El “brexit” dejará tocados tanto al Reino Unido como a la Unión Europea. Y la UE tiene tremendos problemas internos, derivados de la incompetencia de sus dirigentes, el exceso de burocracia, el déficit de democracia y, sobre todo, de las políticas de los estados, que siendo ellos los máximos responsables, derivan ante sus ciudadanos las responsabilidades hacia la unión, y a las nefastas consecuencias de la crisis económica para gran parte de la población, de las que hacen culpable, no sin razón, a la priorización de una solución estrictamente financiera por parte de los gobiernos y la comisión. Y el gravísimo problema de la inmigración, derivado de los conflictos regionales asiáticos y africanos, muchos de los cuales son consecuencia directa de intervenciones de los propios Estados Unidos y la Unión Europea, que la UE no ha sabido resolver por incapacidad coordinativa e insolidaridad de los estados.
Todo ello ha supuesto el crecimiento exponencial de formaciones políticas populistas, xenófobas, euroescépticas o directamente antieuropeístas, que la derecha estadounidense que está detrás de Trump cree que pueden socavar los principios de la Unión Europea y ser mucho más proclives a actuar como seguidores incondicionales de sus políticas. Y en el interés por debilitar, por minar, a la UE coincide la Rusia de Putin.
Europa, la Unión Europea, debería prepararse para tiempos difíciles. Debería rearmarse, moral, política y militarmente, a fin de resistir las seguras embestidas de ambos lados. De lo contrario, se juega su propia supervivencia. Pero con los dirigentes actuales, con gente como Juncker, Schinas, Timmermans o Tajani, y con gobiernos como los de Italia, Austria, Polonia, Hungría, Eslovaquia, Bulgaria, Rumanía o Letonia, hay poco margen para la esperanza.