Esta semana tuve la oportunidad de mantener una fructífera conversación con una joven iraní, procedente de Teherán. Ante mis preguntas sobre la situación de las mujeres, me comentó el rechazo de un alto porcentaje de población ante las medidas regresivas de derechos aprobadas por los sucesivos gobiernos. Hablamos de la obligación de vestir velo, así como del uso limitado que intentan hacer del pañuelo. Ante una población mayoritariamente de origen persa, a la que le han ido aprobando leyes fundamentalistas que introducen el islam en la vida social.
Me llamó la atención y quise analizar la Revolución Iraní de 1979. Leyendo artículos y páginas, me percaté de una paradoja curiosa. Simplificando los hechos, la revolución consistió en el derrocamiento de una monarquía absolutista con marcada afección y alianzas con los países occidentales por una república teocrática y autoritaria con poco aprecio por Occidente. Y decía que me llamó la atención precisamente por el hecho de la llamada ‘Revolución’. La definición que ofrece la RAE del término Revolución es la siguiente: “Cambio profundo, generalmente violento, en las estructuras políticas y socioeconómicas de una comunidad nacional”. Y sí, fue un cambio de las estructuras de poder del Estado Iraní. Y sí, hubo violencia, que culminó con el Viernes Negro en el que cientos de personas perdieron la vida, siendo masacradas por el ejército. Pero, ¿podríamos realmente hablar de cambio profundo? Al fin y al cabo, en el camino para conseguir superar un régimen autoritario se alcanzó otro régimen igualmente autoritario. Intentando sustituir a un Shah o emperador con plenos poderes, se proclamó un Presidente de República con poderes absolutos. Vaya, cambiarlo todo para que nada cambie. Cambiar el topónimo o la nomenclatura para que lo de dentro siga siendo igual. O hacer la Revolución para perder derechos adquiridos.
Y este hecho probado y demostrado en la Revolución Iraní de 1979, me gustaría extrapolarlo a nuestros días. Como miembro de los Millenials, hay muchísimas cosas que no nos gustan. Somos la primera generación que estamos comprobando que no vivimos mejor que nuestros padres. Pese al mito de que cada sucesiva generación vivía mejor que la anterior. Mejor formación, pero peores sueldos, dificultades de acceso a la vivienda, incertidumbres respecto a nuestras pensiones... Pese a ello, ante la notoria frustración pueden surgir ideas fáciles o soluciones de rápido alcance. Posibilidad que debemos aceptar con pies de plomo, con mucho cuidado. Cambiar y mejorar el sistema y la sociedad en la que vivimos es una obligación más que una simple alternativa. Pero, cuando cambiemos cosas, que sea para mejorar o acercarnos a nuestro objetivo ideal. No sería la primera vez que nos centramos en ‘hacer la revolución’ y lo que recibimos son políticas reaccionarias. La historia de España está llena de estos momentos. Un paso adelante y tres para atrás.
Adoptar una actitud moderada pero firme, exigiendo cambios y reformas. Superando los conservadurismos, pero a la vez, los extremismos revolucionarios. Evolución, más que revolución. Es nuestro deber como ciudadanos críticos.