En la actualidad en Palma, sólo 25 mujeres de las aproximadamente 1.500 bajo protección policial por violencia machista portan una pulsera antimaltrato. Ese dato, frío y desalentador, no es una simple estadística; es una fotografía cruel de lo lejos que estamos de garantizar la seguridad real de las víctimas de violencia de género.
En una jornada promovida por sindicatos y especialistas, responsables de la Unidad de Familia y Mujer (UFAM) y de atención psicológica alertaron que las órdenes de protección pierden eficacia si no se acompañan de dispositivos telemáticos o humanos que realmente funcionen. Pero si sólo 1 de cada 60 mujeres protegidas lleva la pulsera -un ratio insultantemente bajo-, ¿qué mensaje lanzamos como sociedad? Que la protección es un privilegio reservado sólo a aquellas que se hallan ante un riesgo extremo, dejando al margen otras muchas en riesgo incierto que a menudo son las mayores víctimas.
Más allá de cifras locales, el problema se repite en toda España. Los mecanismos de control -como el sistema COMETA de pulseras antimaltrato- han sufrido graves fallos. Errores en el registro, manipulación de dispositivos, pérdida de datos históricos tras migraciones de proveedor y fallos de batería han sido reconocidos públicamente por el Ministerio de Igualdad. Como consecuencia, algunos agresores han sido absueltos o los casos han sido sobreseídos por falta de evidencia técnica.
Este desajuste entre la magnitud real del problema y la escasa respuesta del Estado no es un fallo técnico: es una falla moral. Una falla que condena a mujeres a seguir viviendo con miedo, con incertidumbre, o incluso a perder la vida
Y es que, como ya advirtió la Fiscalía, esas pulseras son sólo un instrumento más, y en 2024 una inmensa mayoría de causas de violencia de género quedaron “fuera del radar” tecnológico.
Mientras tanto, los datos siguen demostrando que la violencia machista en España no amaina. El reciente informe del Ministerio revela que millones de mujeres han sufrido agresiones físicas, sexuales, psicológicas o económicas por parte de parejas o exparejas. Aun así, muchas denuncias no llegan, muchas víctimas no confían en la respuesta institucional… y muchas pulseras nunca se colocan.
Este desajuste entre la magnitud real del problema y la escasa respuesta del Estado no es un fallo técnico: es una falla moral. Una falla que condena a mujeres a seguir viviendo con miedo, con incertidumbre, o incluso a perder la vida.
Por eso cabe exigir más. Más recursos humanos y materiales, refuerzo policial serio, inversión en prevención, pero sobre todo un sistema de protección fiable, accesible y universal. Que la posibilidad de llevar una pulsera antimaltrato no dependa de qué tan “elegible” te consideren, o de una suerte burocrática; sino de tu derecho a vivir. Que no haya 1.500 mujeres protegidas y sólo 25 con un verdadero escudo.
Si no, seguiremos lamentando tragedias previsibles. Y las campañas públicas -necesarias, sí- no bastarán si no van acompañadas de acciones reales.




