El catedrático de economía en Pennsylvania Jesús Fernández-Villaverde, uno de los intelectuales españoles mundialmente reconocidos, ha divulgado esta pasada semana un estudio electoral en el que analiza todas las encuestas nacionales y autonómicas publicadas en España en el último mes. Y las conclusiones demoscópicas que extrae son las siguientes: que PP y PSOE están prácticamente empatados en votos (unos 7,5 millones), con ventaja del PP por aplicación de la Ley electoral, que le proporciona más escaños (unos 130 frente a 110); que Vox crece en votos de forma considerable (sobrepasa los 5 millones), superando los 70 escaños y siendo el partido más votado entre los menores de 60 años; que la suma de PP y Vox puede acercarse a 200 diputados, muy superior a la mayoría necesaria para gobernar (176); que Vox destaca entre los votantes de menor renta (la clase trabajadora) desplazando sorprendentemente a los partidos de la izquierda; y que, de mantenerse su actual progresión, Vox podría sobrepasar al PP en 2-4 años.
Los acontecimientos vividos en Baleares en esta última semana, con la falta de aprobación del techo de gasto mediante una pinza parlamentaria entre Vox y el PSOE que abocará al gobierno de Prohens a prorrogar los presupuestos de 2025, unidos a los desencuentros habituales en otras Comunidades en las que PP y Vox gobiernan mediante acuerdos, ponen de manifiesto la difícil relación entre dos socios mal avenidos pero llamados necesariamente a entenderse, que constituyen la última esperanza de muchos españoles para descabalgar al agonizante sanchismo.
Varios comentaristas actuales han destacado que los planes futuros de Sánchez, cuando probablemente sea derrotado en las próximas elecciones generales (sean cuando sean), son permanecer como jefe de la oposición esperando que los desencuentros entre PP y Vox en un hipotético gobierno de Feijóo le permitan regresar rápidamente al poder.
¿Cuáles son las causas de esa difícil convivencia? En mi opinión, básicamente tres. La primera, que las relaciones entre los partidos de la derecha suelen estar condicionadas por el distorsionado marco discursivo que les impone habitualmente la izquierda. Con su hábil manejo de la propaganda, y su aplastante mayoría en los medios de comunicación públicos, consigue que el miedo a la “ultraderecha” haya calado incluso entre muchos dirigentes del PP, que muestran -con la clara excepción de Ayuso- una torpeza infinita en gestionar sus relaciones con Vox. Tampoco colabora en nada la actual cúpula dirigente del partido verde, que ha expulsado su talento originario (Espinosa de los Monteros, Olona, Ortega Smith, Sánchez del Real, Manso, Steegmann) para sustituirlo por una minoría empresarial con poderosos intereses económicos supeditados a la generosa financiación dispensada por un país extranjero.
La segunda es el exagerado centralismo y egoísmo de Vox, un partido incapaz de atender las peculiaridades regionales de los gobiernos de los que forma parte, que suele supeditar la actuación de sus diputados y concejales a los intereses de la dirección nacional. Ello dificulta la aprobación de propuestas locales interesantes por resultar contrarias a los planes del partido en lugares diferentes. Vox hace, además, siempre primar su obsesión por sobrepasar al PP sobre las conveniencias electorales globales del centro-derecha español.
Y la tercera es la legendaria incapacidad del PP para presentar candidatos valientes que libren una batalla ideológica, defendiendo la economía de mercado, la cultura occidental, la propiedad privada, el bilingüismo, el control de la inmigración ilegal, la separación de poderes, las reglas del Estado de Derecho, el legado de la Transición y los valores constitucionales.
O ambos partidos pactan una hoja de ruta para gobernar conjuntamente España, o derrotar al sanchismo será lo de menos.




