El primer día que se hizo público que Castro no quería jubilarse pensé que era un anticipo del menorquín Dia d’enganar, porque no resultaba creíble que el octogenario Comandante Fidel, aunque acuñara la frase “Luchar contra lo imposible y vencer”, 6 años después de ceder el poder a su hermano Raúl, se despojara del sempiterno chándal Adidas y abandonara su mausoleo dorado para reaparecer en uno de los tres Mercedes negros que le escoltaban antaño.
No, no era el gallego oriental de Birán, sino el Castro Aragón, pero andaluz de Córdoba, el que se opone a soplar más velas sin la protección de la toga, rehusando el plácido descanso que ambicionamos la mayoría. El juez instructor más célebre y vitoreado de la judicatura, desde la expulsión del prevaricador magistrado de la Audiencia Nacional con nombre de rey mago, se resiste a que un colega acabe su trabajo, sin su fecunda implicación. Para ello, José Castro ha solicitado formalmente su nombramiento como emérito, emulando a Juan Carlos I o a Benedicto XVI, casi tan respetados como el paisano del poeta Luis de Góngora. Ahora, el Tribunal Superior de Justicia de Baleares ha frenado sus instintos continuistas y ha elevado un informe negativo, aduciendo que sus pretensiones no se ajustan a derecho o, lo que es lo mismo, que su solicitud no se adecua a lo previsto en la ley Orgánica del Poder Judicial y el reglamento de la Carrera que ejerce desde hace cerca de 40 años.
A la espera de lo que decida el Consejo, algún malintencionado ha dibujado la algarabía de quienes se librarían del azote del implacable, como de Juana Chaos celebró el asesinato de Alberto Jiménez Becerril y su esposa. Sin restarle méritos al protagonista principal de esta reflexión, su decisión y alguno de los comentarios reproducidos dan a entender una pobre visión de la justicia y de la capacidad, méritos o ecuanimidad del resto de árbitros que desequilibran la balanza con el peso de la Ley.
José Castro, nuestro fiel escudero de los principios del derecho y quintaesencia de la lucha contra la impunidad, tendrá que dejar su Sherwood judicial, para que otros héroes cojan su testigo, pero no el arco y las flechas ya que todo empezó con una espada: la que dio nombre a la operación que abrió los informativos de casi todo el planeta. Desde aquel verano de 2008, el 5% de los imputados por delitos de corrupción en este país tienen relación directa o indirecta con alguna de las 28 piezas separadas en las que se ha fraccionado el tronco del caso “Palma Arena”. Una fragmentación que debía promover la diligencia en las actuaciones para la pronta reparación de los hechos causados, pero que sólo ha sido el humo que ha escrito a fuego numerosos epítetos para la historia. De hecho, han pasado casi siete años desde aquella vergonzosa detención masiva y las ramas del árbol han seguido creciendo sin que, en la mayoría de los casos, hayamos tenido la oportunidad de optar por la poda o su merecida reinserción en tierra limpia.
La sociedad civil ya ha bautizado la misión que Castro se ha impuesto, por lo que de poco servirá incidir en que no es buen periodista quien se erige como protagonista de la información, como tampoco es un buen servidor de la ecuánime dama con venda quien adquiere relevancia social, sin la discreción necesaria para ejercer su imparcial labor. Que cada cual interprete y valore sus actuaciones, con el debido respeto a su señoría, pero creo que sería unánime la instancia que le solicita, humildemente, que este indeseado epílogo le obligue a acelerar los trámites para que la inocencia, mancillada para muchos presuntos delincuentes hasta una sentencia absolutoria (incluso después), tenga posibilidades de ser juzgada sin más dilación. En este largo calvario, del que hay tantos absueltos como condenados, hasta la fecha, se ha traslucido la miseria moral que subyace en una sociedad carente de valores, pero no recuperaremos los principios perdidos sin un final transparente y cercano, porque la justicia, tan lenta y mediática, no puede ser justa para nadie.





